Por Rafael Zamudio
Por más de una década cargué en mi maleta tres libros: Moby-Dick de Melville, On the Road de Kerouac y Ficciones de Borges. Vicarios de un ancestral espíritu explorador y catalogador, mis libros representaron durante ese tiempo las cualidades con las que entonces me identifiqué: la obsesión, la búsqueda y la referencialidad.
Ahora esos tres libros descansan en el primer estante de mi librero personal, donde guardo algunos de los objetos íntimos que remiten a mi pasado, sobre todo la parte de él que tiene que ver con la forja de la identidad personal. Entre ellos una piedra de sal, una concha de caracol, fotos de mis hijos, un ewok de peluche. Si perdiera de pronto la memoria bastaría mirar ese estante para entender quién fui.
No sé si leería esos libros para volver a ser el mismo. Quizá lo que creo que son hálitos de mi esencia no son decodificables sin los recuerdos de la experiencia personal que lo acompañan. Habríamos de hacer el experimento de poner a alguien que nunca ha leído nada a analizar esos libros, uno tras otro, para después medir qué tanto de lo que esa persona es después de leerlos se parece a lo que soy yo. La siguiente pregunta es tan predecible que ni siquiera me tomaré la molestia de escribirla, pese a que pude hacerlo con menos palabras de lo que me tomó esta explicación.
La respuesta a esa pregunta es que no, esa persona nueva no se va a parecer a mí, como tampoco el yo desmemoriado podría entender quién fui con tan sólo revisar ese estante. Para ello, me digo, quizá debería incluir una pequeña caja con mis diarios, todos, los que llevo escribiendo desde la pubertad. Mis cuadernos. Mis fotografías. Mis correos. Todo el material bibliográfico que remita a mí para poder crear así la imagen más certera de mí mismo. Y claro, la pregunta de rigor que surge ahora es: ¿en verdad quisiera recuperar toda noción de quién fui?
No puedo decirlo, pues no sé qué es lo que un yo que nunca fue yo querría de la vida. Sólo sé que el yo que soy ahora preferiría olvidar muchas cosas y quedarse con otras. Quisiera olvidar algunos eventos, algunas personas, algunos errores. Pero entonces, claro, el producto no sería igual a mí, sino una versión editada y curada con un fin estético. Un reboot, tan afín a nuestros tiempos.
Pero algo cambiaron en mí esos libros. O algo encontraron en mí que hizo eco de su arquitectura. Si no fue en ellos fue en sus autores, en lo que esos otros sintieron hace tanto tiempo. Obviedades todas, sí, más el interés en recalcarlas no tiene fines pedagógicos sino retóricos: lo que soy fuiste y lo que fui serás. Yo del futuro, yo desmemoriado, yo nuevo, el único secreto útil es que todo esto ocurrió antes y todo volverá a ocurrir.
Todo lo demás son piezas removibles que embellecen el mecanismo, que lo barroquizan. Piezas intercambiables, ajustables, personalizadas. En cambio siempre hay una ballena, un viaje y el artificio narrativo con el que nuestra mente dibuja un pasado que, más allá de la ilusión de la conciencia, es tan inexistente como totalitario. Esos tres libros-engrane son inamovibles: el motor y la estructura.
También son el espacio, el tiempo mismo. El océano. Las llanuras. La cordillera. Un paisaje reconstruible que bien podría simularse con software o en un escenario. El show de Truman versión Zamudio: en una pequeña ciudad, entre el desierto, el mar y la frontera imperial. Recuerdos del ayer: al sur por la carretera, a la izquierda las montañas; a la derecha, más allá del risco-carretera, el océano y en él las ballenas azules. El viaje por el viaje mismo.