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Subrayados, XVI.

La historia de nuestras lecturas se puede contar como una historia de amor. Una transferencia imantada entre lectores de distintas épocas, a veces con casi nada en común.

septiembre 21, 2024

Por Javier Raya

Lo fragmentario no es una forma “experimental” muy moderna que digamos. Las literaturas más antiguas llegaron en forma de fragmentos, de trozos fractales a través de los cuales reconstruimos mundos lejanísimos, como si de una hoja se pudiera inferir el bosque entero. El fragmento no se engaña con una falsa e ideal Unicidad de la Obra: la obra, el obraje, el obrar y maniobrar la obra ocurre en lapsos, a través de interrupciones y remiendos, de virajes y bruscas supresiones, de puntadas arbitrarias, de ediciones y reescrituras. La literatura que me interesa por lo general se parece a un espejo astillado.

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Propuesta para que La rebelión de los negros sea una suerte de pieza única, única impresión. Como ese disco de los Wu Tang Clan que cuesta un millón de dólares y se pretende que tenga un solo dueño. Si alguien quiere leer el libro, tendrá que apropiárselo de alguna manera: comprárselo al dueño anterior, fotocopiarlo, arrancarle páginas a escondidas, robarlo sin más… O tal vez podríamos imprimir diez finales distintos y ofrecer el tiraje entero como si fuera un libro “unitario”, sin advertir a los lectores ni nada. El truco sólo funcionaría si la gente hablara con otros de lo que lee, pero fuera de becarios y estudiantes de literatura creo que nunca se puede contar con eso.

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Se crea literalmente lo que se puede. Las intenciones terminan siendo lo de menos. Las pequeñas transgresiones, los golpes de ingenio, los raptos de sintaxis no son al final más que la medida de lo posible tomado en un momento determinado. Se crea sin permiso, a pesar de las condiciones, las circunstancias, las opiniones y las expectativas; un libro es su propia unidad de medida. Sobre todo: cuando creamos/escribimos estamos solos. Ninguna mirada que supervise. Ningún guardia, ningún carcelero. Salvo la mirada que poco a poco la página comienza a devolverte. Como un abismo nietzscheano. ¿Eco de nuestra propia mirada? ¿Reflejo turbio de esta mirada no supervisada que echamos sobre el espacio que cubrimos con caracteres de escritura? ¿Amenazante por esporádica? ¿Pero es esporádica la necesidad de acudir a la página a limpiar el canal de la palabra, como si se tratara de un sistema digestivo, un ducto de ventilación tapado, un barro, un poro, una purga purulenta? ¿Un rorscharch en forma de palabras?

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Interrupciones bruscas: me quedo parado en medio de la página, como en una esquina de una ciudad que no conozco y donde es preciso ubicarme. Buscas alguna señal, una oficina turística, un lugar donde resguardarte de la lluvia. Todavía no llueve, pero lloverá. ¿Por qué lloverá? No lo sé, no se me había ocurrido. Puede ser que para darle uso a ese paraguas que le has hecho cargar a la personaja desde el capítulo 4. ¿Y si justo hoy lo dejara en casa? ¿Y si le pusiéramos una mojada de antología? Admiro a esos novelistas demiurgos que deciden con la mano en la cintura sobre la vida y la muerte de sus personajes: a mí me cuesta horrores hacer que los míos simplemente se levanten de la cama.

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Hipótesis: Walter Benjamin desconfiaba del relato de los sueños por la cara modorra que tenemos al despertar. Todo el rostro está hinchado, el aliento apesta, es preciso liberar los esfínteres. No es momento de relatos ni descripciones oníricas, sino de orinar, de fumarse un cigarro, de pensar en la vida. Pero en Benjamin también podemos identificar una angustia relativa a “verse delatado”, tal vez de ahí que no le interesara psicoanalizarse. Probablemente his untimely death ocurrió como resultado de ese miedo a tener que confesarse con una autoridad en la que no se confía antes de la hora del desayuno.

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“Hay algo en la conciencia que se convierte en trampa de ella misma.”

—Witold Gombrowicz.

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Soñé que el poeta L. me decía que mis poemas “necesitaban bosque”, como indicando que necesitan espacio, humedad, exterioridad, soledad, distancia con lo urbano.

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La historia de nuestras lecturas se puede contar como una historia de amor. Una transferencia imantada entre lectores de distintas épocas, a veces con casi nada en común. Lévi-Strauss me llevó a Lacan, pero Robert Ripley me llevó a Lévi-Strauss. Encontré Las flores del mal por accidente en la sección “gótica” de una librería, cuando buscaba algo en qué entretenerme después de terminar los libros de Anne Rice. En la preparatoria tuve una profesora que me dejó leer las Greguerías de Gómez de la Serna en vez de Aura de Fuentes. Si mi padre hubiera tenido en casa algunas novelas en lugar de manuales de petroquímica probablemente no me hubiera interesado nada la literatura y me hubiera dedicado a la biología marina, el comercio de carnes, la medicina, quién sabe. “Mis” autores conviven en un auténtico Simposio, un festín amoroso. Esos son mis fantasmas, mis ancestros. Los que conviven con mis memorias más lejanas, los que me enseñan a escuchar dentro de mí cuando pasan una tras otra las páginas mudas.

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Sueño: Tania y yo visitamos a Efraín Huerta. Al despedirnos, nos regala su teléfono. Literalmente desconecta el aparato, un viejo teléfono que está en el piso, y nos lo ofrece. Tiene grabado el nombre “G.H.” Habían simios también, lo que se (co)responde con los elefantes del sueño de Tania: un safari, una expedición a la selva. Se me ocurrió que lo importante tal vez sea relatar un sueño por la mañana, pero no necesariamente el nuestro. A veces no sueño nada y siento que la tarea del sueño está cumplida cuando Nico me relata los suyos (hoy: peces y perritos nadando). Pondremos un letrero en la puerta: “Se sueña ajeno”.

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La palabra palabra: invocación de la invocación.

*Publicado en posdataeditores.mx en el año 2020.

Imagen: cottonbro studio | peles

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