“[S]oy de una indiscreción heroica. Mi vida no me sabe a nada si no la cuento.”
—Alfonso Reyes.
Por Javier Raya
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Feliz después de haber visto Rendez-vous chez Lacan, un pequeño retrato de Lacan contado a través de entrevistas con sus pacientes. Lo dirige Gérard Miller, hermano de Jacques Allan. La anécdota que abre es maravillosa: en un viaje por Venecia, encontrando cerrada cierta iglesia que buscaban visitar, Lacan llama a la puerta de la abadía, se hace escuchar por la figura que entreabre la hoja, y no sólo les permiten entrar sino que les dan todo un tour. Gérard no sabe a ciencia cierta qué le dijo Lacan al sacerdote (¿lo habrá sobornado, tal vez?), pero concluye que ese es el gesto más característico de Lacan: el abrir puertas para otros.
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Proyecto de ensayo largo sobre la ira. Si conozco una emoción es esa: descifrar la gradación que transforma el miedo en enojo, y a este en furia, y a esta en ira. Una violencia, una revulsión emocional que bien utilizada puede canalizarse como la energía de una planta nuclear, pero que si se deja arder a su antojo es más bien una bomba atómica que arrasa con todo. Los grados del enojo cansan tanto como la indignación, pero más rápido.
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“Nos da [la poesía], más aún que algo que ver, algo que tocar, no el objeto en su estar ahí construido, sino su surgimiento continuo.”
—Henri Michaux (en un prólogo a Lorand Gaspar.)
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En un encuentro de poesía al que me invitaron una vez, a organizadora me pide si puedo leer ese poema “que me gusta tanto” sobre un abanico. Le digo que no lo recuerdo. Dice que lo leyó en mi blog, hace mucho tiempo, es cierto, y que menciona un abanico, pero no recuerda nada más. No lo recuerdo, pero igual entramos a mi blog para buscarlo. Nada. Nos reímos y entre broma y broma nos ponemos a imaginar que en realidad me confundió con otro poeta al que en serio quería invitar (ella lo niega, medio exaltada, medio ofendida, medio amusée) y terminé llegando yo en su lugar (argumento de Dr. Pasavento). La hipótesis toma cuerpo cuando la organizadora menciona que el abanico era un ejercicio de poesía concreta; más allá de la extraña petición de leer un poema concreto, que imagino más como algo para verse que para leerse, yo no trabajo poemas concretos. Ya que me quedo solo, me pongo a pensar que por eso me siento tan fuera de lugar en este como en la mayoría de eventos a los que me han invitado en el pasado: como si llamaran a otro y llegara yo, sin tener idea de qué hago ahí; de haber llegado por accidente; de no tener lugar.
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En 2010, los periodistas de Ciudad Juárez pidieron abiertamente una tregua al narcotráfico; en Tamaulipas ocurrió algo similar. La escritura inocente, decorativa, es nociva en estos tiempos. El mirlo del poema trinando desde la alta copa del alerce hunde sus raíces en un lago de sangre.
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Sueño: observo desde un árbol cómo un león se escapa de su jaula y devora a un niño. Es un niño pequeño, el león —más bien una especie de puma en esteroides— en cambio es enorme y lo trata como muñeco de trapo. No escucho gritos, no hay sangre, y aunque llueve con fuerza el ataque sobre el niño no se detiene. Es curioso, pero no es la primera vez que sueño que los leones van a atacar a los niños: en otra ocasión soñé que los leones rodeaban una casa del árbol (¿la misma desde la que observé esta vez el ataque?) y teníamos que trabar las puertas y ventanas, porque los felinos habían aprendido a abrirlas —reminiscencia de los velocirráptors de Jurassic Park.
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“No me gustaría que me sorprendiesen escribiendo. He dibujado siempre. Para mí, escribir es dibujar, es enlazar las líneas de tal modo que se hagan escritura o desatarlas de tal manera que la escritura se convierta en dibujo. No salgo de ahí. Escribo, intento limitar exactamente el perfil de una idea, de un acto. En resumidas cuentas, circundo fantasmas, hallo los contornos del vacío, dibujo.”
—Jean Cocteau.
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Si de verdad voy a escribir esta novela debo ingeniármelas para que el personaje deje su habitación. Darle algo que hacer afuera, alguna llamada urgente, inventarle un interés romántico, una ocupación, un empleo. Me acordé de pronto de Un hombre que duerme de Perec, donde el personaje tarda varios capítulos en encontrar razones para dejar su pequeña habitación, aunque lo cierto es que recibía una pensión y podía dedicarse a vagar o tomar cafés por ahí. En realidad no era, el de Perec, un personaje tan abúlico. Ese podría ser otro camino posible para mi personaje: emular una planta, transformarse en un sistema vegetal, dejarse devorar por la propia vida que rezuma en él, asesinando lo humano remanente. Un hombre que era un jardín, o algo así.
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Nada menos elegante que un(a) poeta hablando de sus libros sin que nadie le pregunte.
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En el año del Bicentenario, somos un ridículo despliegue de símbolos erosionados de exportación, mexican curious de nuestra propia caricatura, iconografía oficial de un país montado en la lógica de un equipo de futbol. Lo mexicano, como valor, se trata de adscribir una militancia simbólica para dar la ilusión de consenso, a pesar de que el país sea tan grande y tenga problemáticas tan distintas (¡incluso en distintos lugares de la misma ciudad!) que la unidad nacional es solamente una fantasía.
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“¿Qué es mi tiempo? ¿Qué es mío al interior del tiempo? Cada uno de nosotros emerge en una situación que no es suya, en un arte que no es suyo y todo el problema consiste, precisamente, en introducir lo propio. (…) Lo propio es un sentido y también un poder sobre el sentido.”
—Bernard Noël.
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A veces me gusta sentarme solamente a escuchar el murmullo de la gente. No tengo ni siquiera que sentarme: puedo escucharlos de pie en el transporte público, o sentado en un café o un parque. Me gusta dejar que todo el ruido posible entre por mis orejas, que las llene como el mar a los caracoles. Las palabras que percibo poco a poco se deslavan de significado: ya no son conversaciones más que en el sentido que los trinos de los pájaros o los ladridos de los perros son conversaciones. Ruido animal unido al demencial ruido motorizado de la ciudad. Ruido blanco. Y ocurre a veces que ese ruido forma un continuo tal que se pueden oír breves lapsos de silencio si pones suficiente atención, equivalentes a ver un trozo de azul a través del cielo nublado, o una nube moviéndose a través del hueco de las hojas de los árboles. Ese silencio intercalado en el tumulto como signos de puntuación o cesuras musicales.