Por Javier Raya
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No respondí las llamadas telefónicas de X. anoche. Me niego a estar disponible sólo porque tengo un teléfono celular. Además odio hablar por teléfono con toda mi alma, lo detesto. No es nada contra X, sino contra la idea misma del teléfono portátil. Si llego a tener hijos, les contaré de cuando los teléfonos eran un electrodoméstico más, un objeto para comunicarse, no para traer de arriba para abajo. Me niego a esta subordinación de las notificaciones, a esta demanda recurrente de pitidos y zumbidos y parpadeos. Y a la vez, temor constante de que al no responder las llamadas uno se pueda perder de una noticia de vida o muerte (sobre todo de muerte), como si la llamada más importante de nuestras vidas fuera la que no respondiéramos, la que dejáramos sonando, sonando, hasta que el número que usted marcó no está disponible, por favor intente más tarde, o no, mejor no, mejor visíteme, tomemos café, que me siento muy estúpido de hablar con una máquina cuando preferiría hablar contigo, con ellos, con usted.
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Dice Pound que, después de los 23 años, el poeta “necesita de un voltaje cada vez mayor de energía emotiva para adquirir un movimiento armónico”, debido a que “los furores de la juventud” se han vuelto terrenos cada vez más explorados, cartografiados, colonizados incluso.
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Soñé con Vila-Matas. Estábamos sentados en una mesa metálica en el jardín de la Biblioteca Central. Se le notaba un poco fastidiado, como si hubiera recibido una noticia terrible pero no del todo inesperada. Vestía de negro, con una bufanda a manera de corbata, como Wilde o como Lacan en esa conferencia de Louvain. Me decía: “Yo no te puedo dar las respuestas que buscas. Yo mismo sigo buscándolas.” Luego alguien gritó desde el otro lado de la barda “¡Ahí va el golpe”!, y EVM gritó “¡Venga!”, y la barda de piedra caliza era empujada por tres bulldozers, cayendo en seco del lado del jardín, “como una vaca muerta”. Se levantó una ligera nube de polvo a través de la cual pude ver un último cuadro de EVM, aplaudiendo, de pie, como al final de un gran concierto.
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La anónima señorita de los altavoces en la estación de autobuses que marca lo irreversible del tiempo, lo impronunciable de su curso: unos números arbitrarios que dan la hora, el nombre de una ciudad lejana, un llamado al que no podemos negarnos. El tiempo debe estar hecho de señoritas anónimas llamando a pasajeros anónimos a abordar inmediatamente.
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“La broma que surge de un crimen es más horrorosa que él. Nada es más abominable que el crimen que no conserva su seriedad”, dice Victor Hugo. ¿No es ese el retrato más apropiado del Joker (de Batman), de ese homme qui rit?
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Después de renunciar a la educación escolarizada decidí buscar trabajo como quien realiza un performance: sin una rigurosa planeación, más bien como delimitando un campo de acción y unas variables admisibles e inadmisibles, al igual que con una idea general de lo que desea explorar mediante la pieza. Buscar trabajo es una sustitución de la casa paterna: buscar quién nos dé, quién nos provea. Pero no necesito eso, no quiero ser acogido por una institución paternalista (ni maternalista, para el caso), sino darme y proveerme a mí mismo.
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Parece que no importa lo que pase, siempre estoy como un paso detrás de mí mismo, mirándome actuar, decir cosas, salir de apuros. Soy el espectador de mi propio espectáculo, y me parece tremendamente divertido, aunque no siempre tenga sentido. O bien: tiene sentido, pero no parece tener mucha dirección. ¿A dónde voy, después de todo? No quiero llegar a ninguna parte, no me interesa mucho la idea de mejoramiento personal o perfección, pero me gusta lo que ocurre cuando me quedo solo y me pongo a escribir. Esta exigencia de soledad que he sentido desde que recuerdo me vuelve incompetente para el trato social, y supongo que me he vendido la idea de que también me vuelve incompetente para el capital en tanto mi fuerza de trabajo es mínima. No soy muy explotable que digamos. O bien: soy un esclavo en el fondo, pero no puedo trabajar.
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Los otros no siempre son el Infierno, estimado señor Sartre.
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Comida y sesión de dibujo con T. De hecho tuve sueños sexuales con ella hace un par de noches, pero apenas lo recuerdo. Lo raro es que no me veía cogiendo con ella, sino que en el propio sueño tenía el recuerdo de haberlo hecho con ella.
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Sobreviví. Tal vez sea la anestesia, pero no me duele nada, salvo cierta incomodidad del suero intravenoso, el frío que se cuela por la ventana, la noche interrumpida por tomas de presión, temperatura e inyecciones. Sensación de haber vuelto de un largo viaje. Sorpresa medio proustiana de despertar en mi cuerpo y no en el de alguien más. Esto no es del todo falso: el cuerpo en el que desperté es un cuerpo extraño, en recuperación, o bien soy un cuerpo extraño a bordo de mi cuerpo, del que solía serlo… Tengo un reflejo de estornudo, pero siento que me voy a romper, a desarmar si lo hago, como una calabaza que cayera desde un tercer piso contra el suelo. Digo desde un 3º y no desde un 10º, que sería más dramático, porque el estornudo suele ser breve. Ayer era un hombre joven y sano; hoy soy un pedazo de carne drenado, parchado, cosido, vendado, que se muere por fumar. Voy a tratar de dormir un poco a ver si sueño que fumo.
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“¿Será que cuando uno escribe / no está en ninguna parte?”
—Francisco Hernández.
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Conversar, conversar en serio, tiene que ver con el placer de la contra-argumentación. No llevar la contraria, sino oponer una resistencia a la palabra del otro, de modo que se vea forzado a sostener su propio decir. Mis opiniones no son más que eso, opiniones y ocurrencias discursivas; las convicciones se viven, no se palabran, no se cacarean. Conversar es un deporte de contacto más que una ciencia exacta. Como escribir, digamos. Pero a diferencia de la escritura se necesita de un otro que se entregue por completo al intercambio discursivo. Como un baile. Incluso creo que si en una charla le doy la razón a mis interlocutores, es porque los estoy ignorando mientras elaboro tras bambalinas una excusa para largarme de ahí.
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Me gustaría ser valiente, pero no lo soy. A lo más he sido temerario, esto es, he actuado antes de pensar sin considerar las consecuencias de mis actos. Cuando una situación me paraliza, actúo, me muevo, pero no me quedo quieto. En eso me parezco a los tiburones: muerdo y escapo, pero no dejo de moverme. Si dejo de moverme, me ahogo.
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“El mundo estaba en llamas y yo estudiaba violín.”
—Charles Simic.
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Me puse a reparar una pluma fuente y me quedaron los dedos llenos de tinta. Voluptuosidad de la tinta. Cualidad marina, de octópodo, de calamar en su jugo de negrura. Como olerse las manos después de coger. Tanta tinta, tanta.
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Esa noche dormí seis horas, pero soñé que dormía y que despertaba muchas veces, muchas noches y muchos años. Tuve rutinas, dependencias, necesidades; tuve un modo de vida que no era este, tuve dónde estar a cada hora sin sol en una ciudad sin nombre habitada por gente que no olvidaré y de la que no recuerdo nada concreto. Me llamaban por un nombre que no es el mío y yo iba a su encuentro como por un ensalmo, como un perro que acude al ruido con el que lo llaman para alimentarlo, aunque en el fondo responda al sonido de las croquetas. Yo sabía que yo no era él, ese “él” al que llamaban. Yo sabía —aunque decir “yo” es un decir— que esa vida no me pertenecía, pero tampoco podría decirse que yo fuese un impostor. Luego desperté, pero esto también es un decir. Sería más correcto decir: algo en mí despertó. ¿Y si algo más en mí permanece dormido, aún ahora, que escribo esto?
*Publicada en Posdata en 2021.
Foto de Mo Eid: Pexels.