Por Javier Raya
En ciertos lapsos —de escritura, de interpolación, de ensueño, de demencia— creo verme a mí mismo desde el futuro o desde el pasado con una herramienta óptica de largo alcance. Puede pensarse como un telescopio o un microscopio, la escala en este punto es irrelevante, lo importante está en la materia espesa del tiempo. Entonces olvidé —viéndome desde el pasado— los lenguajes que todavía no aprendo y con los que me decía, o aprendí otros que dije ahora y que no tienen el menor sentido todavía. Me siento en mi silla, me pongo a trabajar: busco en torno mío, de un lado al otro, y en el ancho margen del tiempo no me encuentro por ninguna parte.
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Sueño: la torre de Babel era una máquina de guerra; en cada ventana de cada piso de cada torre, un funcionario activa un cañón bajo una orden muy precisa que le viene de lejos y que no es capaz de desobedecer. El edificio no tiene pies ni cabeza, como un argumento mal fabricado, pero se debe a su desmesura: se hunde en el cielo, se hunde en la tierra, se mueve como una lavadora a la que le metieran ollas de agua hirviendo. Por ambos lados del horizonte se le ve tirando cañonazos. Tratamos de organizar a los compañeros para que saboteen los cañones, pero viendo que es inútil hacemos por escapar. El elevador de la planta donde trabajo me deja en un piso de la Universidad: entro a clase, que se trata de Tadeys de Lamborghini. La clase es interrumpida para que una joven me ayude a descargar el texto en una como tablet de arcilla que recuerda a las tabletas mesopotámicas, diminutas y macizas. Esta interrupción me llena de vergüenza, me parece excesiva; pero mientras la joven me ayuda, me quedo dormido en la banca, lo que duplica mi vergüenza. Me pasa también un número para desactivar la alarma (¿la que podría despertarme para no dormir durante las clases?), es el 10.027, pero me quedo dormido otra vez. Un profesor al frente hablar de cuando se ganó un premio de novela como si hablara de una expedición militar en la que participó. Qué basura. Los estudiantes no saben si aplaudirle o rendirle silenciosa pleitesía. Dejo el aula y me pierdo en los pasillos que desembocan siempre en el mismo patio y la misma escalera. Me asomo y veo que del otro lado del horizonte alcanzo a ver mi nuca.
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Nos pusimos a leer las Three Women de doña Sylvia Plath. Nico dormido, la ventana abierta, la noche tibia. Una voz que no era de Tania ni mía, cargada de presencias, hacía de tercero entre nosotros.
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Día de convalecencia, día de lectura. Me quedo en cama leyendo Práctica de Kozer y Las sombras errantes de Quignard. Como Tania tuvo lectura en Minería me quedé cuidando a Nico; escuchamos a Louis Armstrong, el Kind of Blue de Miles Davis y Moonchild del general Patton y compañía. Me gusta que le guste Miles: es el único niño que conozco capaz de tararear “So What?” (¡a dos voces!), como si toda su atención pudiera ser captada por el oído. A lo mejor de ahí viene lo del flautista de Hamelín (la versión que traduje de Browning para Conaculta siguen sin pagarla), de la capacidad del niño para sustraerse de todo lo que no sea la fluidez de lo melódico, la imantación de un aliento captado y proyectado en un instrumento de viento. Me sentí triste de no escuchar leer a Tania, además de cansado por la enfermedad, pero ver a Nico ensimismarse en la música es una forma de sanar.
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La filosofía, el Estado, la economía, la moral, dañaron tanto a mis (supuestos) enemigos como a mí. Al menos eso tenemos en común.
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Le pregunté por una referencia a @FuckTheory en Twitter y me bloqueó. Luego me llegó el chisme de que es una morra paranoica que creyó que había incurrido en mansplaining al preguntar en qué parte Freud había mencionado el fragmento de Nietzsche que ella tradujo. Las vacas sagradas cada vez se consagran más jóvenes; como conviene a los ídolos, rara vez pueden ser tocados con el pétalo de una pregunta.
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“Hay alguien que me humilla más aún que el que me miente: el que no me habla.” Y luego: “Un arte que excluye a todos es tan inhumano como el que pretende incluir a todos, como el que quieren imponer los totalitarismos; se puede aspirar en cambio a un arte que no incluya a todos pero no excluya a nadie.”
-Tomás Segovia
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Sería maravilloso salvar al mundo a fuerza de sufrimiento, con el inconveniente de que el sufrir como resultado de esa generosidad dolorosa seguiría siendo tan gratuito como el mundo antes de haber sido salvado.
El sufrimiento no tiene ninguna utilidad para el alma —para eso que se llamaba alma, y que ahora debe ser un despoblado, o la sede del próximo aeropuerto, o un naufragio—, pero se puede lucrar con el de los otros, con ese sufrimiento tan ajeno —pues no es estrictamente el mismo que el nuestro, no se deja sobrepoblar de categorías— que se capitaliza fácilmente. Sufrimiento prestado: explotación del sufrimiento, capital del sufrimiento, bonos del sufrimiento, parar de sufrir para sufrir mejor (eslogan secreto del gobierno federal).
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Eielson sobre Vallejo: una sensibilidad mestiza; española, sí, como la lengua de su verso, por llamarlo de alguna manera, aunque invente, dice, el sufrimiento que siente por primera vez. ¿Esencialismo étnico? ¿A qué capa interna de la cebolla del idioma debemos remontarnos a mordidas? No, en todo caso Vallejo es nuestros mochica, nuestros mapuche, nuestros maya, pero sólo a condición de que sea también nuestro griego de la edad homérida y nuestra novelista japonesa de cabecera: sólo a condición de volver a la vida cada vez que tomemos la palabra para tratar de revivir a los muertos, precisamente porque no revivirán. Podemos decir: la Antigüedad se remonta a los sueños de infancia de César Vallejo; su palabra es la palabra arena para inundar el desierto; el ala que sola, que a fuerza, que sí.
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Leímos la Teoría de la mujer enferma de Johanna Hedva el fin de semana: la teoría queer se nutre de la autobiografía, de la organización política, del manifiesto de vanguardia, de la farmacopea y del performance. Es la insistencia de un cuerpo demandante por no ser invisibilizado debido a que la “cosa pública” ocurre en la calle, y poner el cuerpo en la calle rebasa sus posibilidades; es la búsqueda del reconocimiento de ese cuerpo que no puede desplazarse, que incluso no puede ponerse de pie en ocasiones, que mira desde la cama la ventana y alza el puño, marchando inmóvil, marchando.
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En los pueblos todavía se ocupan como sinónimos “recordar” y “despertar”. No creo que mi madre haya leído a Proust, pero cuando era niño solía utilizar indistintamente ese “recordar” cuando quería decir “despertar” y poco a poco se le fue diluyendo, pero a mí no. Tardo en despertar porque no soy una máquina: parece que tengo que reiniciarme y rebootearme desde el principio, quién soy, cómo me llamo, cómo llegue aquí, quién fui ayer y todo eso tan engorroso de definir. Quisiera estar despierto siempre, aún cuando estoy dormido, para no quedarme atrapado en esa dinámica delirante de recuerdo y olvido de uno mismo. ¿Cómo se llama eso? ¿Claridad? ¿Lucidez? ¿Vida?
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Cuando me siento feliz, tranquilo, no pienso en escribir. La escritura se me presenta como una actividad que rompe la continuidad vital, para coronarla o para arruinarla, depende, tal vez incluso para digerirla. Nadie escribe —que yo sepa— durante el orgasmo, y por más que escribamos en sueños poco queda al despertar. Me encontré <<<<<<<<ls mrmotis rn trslifsf rd rl slimrnyo fr ls rdvtiyuts escrito sobre la almohada. Supe que algo raro había pasado. Iba a escribir “la memoria es el alimento de la escritura”, pero eso es pura mierda, pura retórica. Me confío al instante de la escritura, vuelvo (verso) a él, a donde la escritura es posible. Aquí donde me planto no estoy, pero puedo verme desde aquí, siempre y cuando sea después. Los 10, 15 milisegundos de retraso, o de ventaja, que nos da el sistema nervioso: el presente no existe por ninguna parte, salvo en algunos poemas donde nos ocultamos para vivir transitoriamente, como okupas.
Publicado en el año 2021 en Posdata
Imagen: Max Ernst. The Wheel of Light. Serie Historia natural, 1926