Por Javier Raya
No sé qué escribir, por dónde empezar a escribir.
Dejo que la duda me atraviese. La duda: una nube cruzando el cielo en forma de signo de interrogación. La dube (¿la nuda?) toma consistencia hasta volverse sólida, visible. Las tormentas cobran intensidad de a poco, un monzón comienza con disparos erráticos de agua, aspersiones, chipi-chipi. Luego cobra impulso, se acuerda que es una fuerza de la naturaleza y se suelta la cinta del cabello, el viento. El chongo deshecho se derrama por el mundo. Se cae el cielo. Escribo, escribiendo, que no sé qué voy a escribir, pero empapado.
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“Soñé que después de la tormenta un escritor ruso y también sus amigos franceses optaban por la felicidad. Sin preguntar ni pedir nada. Como quien se derrumba sin sentido sobre su alfombra favorita.”
-Roberto Bolaño, Tres.
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El ego ciega. Enceguece. Egar es la forma del sí ego. Cómo ega; qué manera de egar.
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Escribir. Escribir lo que sea. Que sea algo. Que no se seque la pluma. Que no se ponga en pausa. Standby. Si esta pluma fuese un cursor estaría parpadeando. La Mallory es lo único que se mueve en esta página: sin palabra, se hace presente en la hoja del cuaderno; irrumpe, interrumpe, ronronea. Me pone su cabeza en el brazo a modo de ofrenda para dejarse acariciar. Camina por la página como por el mundo y se echa otra vez sobre mis piernas. Voy tratando de seguirla con las palabras pero siempre va un paso adelante. Corrijo: una garra adelante. Aunque me mire inmóvil, acurrucada como una serpiente sobre sí misma, sé que está a miles de años luz de distancia, vigilándome.
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“Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una mosca. Tenemos derecho a hacerlo. (…) Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir; todo escribe, la mosca, la mosca escribe, en las paredes [¿con sangre?, ¿con borraduras de sangre mezcladas con el lodo del zapato que le aventamos para aplastarla contra la oscuridad?], la mosca escribió mucho a la luz de la sala, reflejada por el estanque. La escritura de la mosca podría llenar una página entera. Entonces sería una escritura. Desde el momento en que podría ser una escritura, ya lo es.
“Escribir. No puedo. Nadie puede. Hay que decirlo: no se puede. Y se escribe. Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.”
-Marguerite Duras, Escribir.
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Que no tarde la luz. Se fue hace como una hora mientras le decía guarradas a ***** y me quedé sin batería. El celular apenas tiene pila y me acaba de llamar R.: entrega urgente para la oficina, inaplazable. Estoy tan cansado que este apagón no puede ser sino una bendición. Eximido provisionalmente de mis funciones de pornógrafo y negro literario, tomo una larga ducha y me tumbo a leer un presocrático. Té negro, poca azúcar, poca leche. Entre uno y otro fragmento de Heráclito, el teléfono se prende: una nude.
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Creemos que la verdad ajena es una obviedad porque las mentiras propias son las más sabrosas.
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Cuando decimos Yo hablamos en tercera persona. Aludimos al otro que somos con respecto a nosotros mismos.
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“Entiendo la gramática como la organización articulada de la percepción, reflexión y experiencia, la estructura nerviosa de la conciencia cuando se comunica consigo misma y con otros.”
-George Steiner, Grammars of Creation.
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Aquí estoy. Disponible por completo. Volcado. Sobre la página. No miro, no hay nada todavía que mirar en ella: escucho. La oreja se inunda como un caracol que la marea escupe sobre la playa. Una palabra tras otra me golpea como pequeñas olas. Mi atención está concentrada en no hundirme, en aprender a nadarme, a mecerme en la nada, aunque me siento más bien a merced de esa fuerza, y mi atención sigue movimientos que mis manos —ocupadas en mantenerse a flote— no logran traducir en escritura. Mientras amanece, mientras no miro, escuchando al borde de una modesta hojita de papel en blanco, el mar hace buches con mis restos en otra parte, licuándome entre las aspas de los corales. ¿A flote? Para qué. La superficie crespa del mar lleva desde la primera semana del Génesis más o menos con la misma forma, pero sus profundidades cambian a cada instante.
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La comodidad es un gran peligro. Mi vida es todo menos cómoda, gracias tal vez a ese prejuicio infundado. ¿Infundado? Por ejemplo: no existe para mí ninguna posición cómoda para sentarme a trabajar o para tumbarme a leer: la comodidad es ilusoria, pasajera. Ni qué decir de otras comodidades, de otras condescendencias. La incomodidad de ciertas situaciones no es deseable, pero en las cosas de trabajo se vuelve insuperable sin ser un obstáculo. Tal vez al contrario: el cuello se tuerce, las manos se cansan, el culo se entume. Es necesario cambiar de posición. Pensar un texto que sean instrucciones para disponer el cuerpo durante el acto de lectura: sentado, acostado, hincado, bocarriba, bocabajo, bocadelado, en bicicleta (ya lo dijo Zaid), en metro, caminando, cogiendo, desayunando, cagando, y cómo cada nuevo ajuste afecta al texto. Ni un condenado a muerte se revuelve más sobre sí mismo, sin moverse, que un lector.
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Los secretos conforman sujetos. Alguien completamente expuesto no puede ser sujeto. Existe un acuerdo secreto entre las cosas del que participamos a través de sus emblemas, es decir, de su palabra; un secreto que no es inagotable sino lateral, que estrictamente no esconde nada, sino que esconde mostrando o muestra en el mismo gesto de esconder. Las luces sobre un rostro no lo hacen todo luz ni todo sombra.
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“El amor es esto, Xian, inventar mentiras y creértelas a fondo.”
-Cristina Rivera Garza, La guerra no importa.
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“Podemos hacer cosas hermosas simplemente para liberarnos de ellas. Sin orgullo, sin vanidad, simplemente por expulsión… No son más que unos exorcismos con los cuales me desembarazo de la pesada sustancia de la existencia. Nada de lo que así se hace podría tener consecuencia útil o memorable. Se trata de agotar la vida, el sexo, la energía, la memoria, antes de que sea demasiado tarde.”
-Jean Baudrillard, Cool Memories.
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24 de junio de 2011 (día de San Juan)
Ingredientes:
-Un parque como zona temporalmente autónoma.
-Mariposas que salen de las manos.
-Un jubilado que hace juguetes.
-Una carta.
-Cena en el mesón que no es vasco.
-Una hoguera discreta.
-Ratones de hule.
-Orinar en Sanborn’s.
-Whisky.
-La promesa de una sopa rusa.
-Fotografías.
-Tomar una siesta en la calle, antes de volver a casa.
-¿Pero dónde estaba nuestra casa?
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Soñé que me gustaba una chica fea. No sólo fea, sino realmente fea. Una fealdad. Incluso despedía un olor de fea. Lo más feo era que se sentía fea. No me recuerda a nadie en particular. Me contaba su historia: agujereada de catástrofes y tragedias, no una historia sino un jirón de algo podrido, latiendo todavía. Me mostraba una a una las cicatrices que la desfiguraban como si me describiera los ríos de América. Estábamos muy metidos en una charla sobre el chocolate, sobre el porcentaje de cacao o algo así. Ya, sí me recuerda a alguien. Pero omito su nombre. Tenía una forma de acercarse a mí —en el sueño— como un gato gigantesco, inconsciente de sus proporciones, pero delicado a su manera. Más que fealdad: desarmonía, desajuste. Se me viene a la mente la portera de La elegancia del erizo de Muriel Barbery. ¿En la apariencia o en la actitud? Una fea que se siente fea. La chica llevaba uniforme escolar. En algún momento se inclinaba, cuan larga era, sobre mí, y me daba el más asqueroso de los besos, mientras me enseñaba (“¡Mira!”) que no traía calzones.
Imagen: Elīna Arāja | Pexels
*Publicado en posdataeditores.mx en el año 2021.