Por Carmen Avendaño
Los sueldos excesivos, los jurados a juicio, el padrón desierto, las dobles funciones en una institución cultural destacada como modelo a nivel nacional, son algunos de los detonantes de una discusión que hace rato debía retomarse. El 2001 estuve participando en el foro Las políticas culturales en Nuevo León frente al siglo XXI donde algunos de los que están ahora estuvieron entonces, proponiendo. Felipe Montes quería atraer a la población a la aventura de imaginar y crear. Moani Compeán quería hacer un padrón de espacios culturales alternativos. Radko Tichavsky priorizaba la profesionalización del portafolio del artista, con miras al mercado internacional. Clara Eugenia Flores ponía el acento en el enlace con la sociedad civil, en una relación directa de ésta con los artistas. José Juan Olvera abogaba por una política intercultural indígena. José Jaime Ruiz proponía una publicación mensual financiada por CONARTE abierta, plural, incluyente y crítica. Ximena Subercaseaux señalaba la necesidad de un órgano de difusión crítica y debate cultural. Emanuel Salazar promovía los espacios gratuitos. Ángel Sánchez hablaba de comprender los demás lenguajes artísticos y de hacer sonar la diferencia. Había un consenso general en la exigencia de que radio y televisión del Estado se incorporaran a CONARTE.
Algunas de las demandas permanecen plenamente vigentes e incluso se han acentuado. La de la representatividad, ante todo, que fue puesta de relieve con la escasa participación en la elección de los vocales. Ni el CONARTE cuenta en su interior con un consejo realmente representativo, ni el estado cuenta en su interior con un gremio que responda a las necesidades de consumo y debate cultural. Sin embargo, más allá de los sueldos excesivos que no son sino reflejos de la verticalidad imperante, el actual modelo de distribución de los recursos destinados a cultura es ineficiente en la práctica, más que estructuralmente, pues si bien fomenta la dependencia de unos cuantos artistas, la vinculación individual, la producción en pequeña escala y sin difusión, la eventitis, y el uso discrecional de los espacios públicos, el marco en que fue creada la institución y los logros que ha tenido permiten soñar con una recuperación. De otro modo el foro del 2001 no hubiera tenido lugar, ni tampoco la reunión de más de 70 trabajadores de la cultura a espaldas del antiguo edificio de correos en fechas recientes. Antes que ceder los espacios que se han ganado, yo pugnaría por apropiárselos más enteramente, poder elegir a quienes los dirigen, poder proponerles el programa anual y apropiarse de nuevos espacios.
En cuanto a la representatividad del gremio ante la sociedad, me parece que se trata menos de aumentar el número de artistas en el padrón y más de actuar como comunidad, salir del aislamiento y la indiferencia. Para ello se requieren espacio de encuentro públicos que no están dados, que superen la charla de pasillo. El Observatorio Cultural de Nuevo León tendría que ser un punto de reunión, un medio difusión, un tianguis de intercambio de servicios: en suma, un instrumento de hacer comunidad, que incluya a pero no se limite a la crítica de CONARTE, ni a espaldas ni secretamente y abiertos al acercamiento, para convertirse en un interlocutor de la institución que manifieste una libertad de expresión incondicional. Siguen siendo necesarios los espacios para la crítica, de la misma manera en que los medios de comunicación con más llegada siguen sujetos a intereses comerciales. Y una crítica bien formulada: no la desacreditación, que puede ser informativa pero que no revela la idea de ciudad que deseamos; ni la crítica política que se pierde en las circunstancias, que no sedimenta.
Sí me pronuncio por conservar CONARTE es porque nos corresponde a nosotros, ante la sociedad, activar la producción de sentidos y eso requiere presupuesto: no sólo ese, pero ese para empezar. El CONARTE debe ser una oficina de gestión de recursos, una chamba concentrada en la gestión y no en la propuesta de contenidos: eso que lo haga la comunidad de trabajadores de la cultura. La gestión de recursos tampoco se puede limitar a distribuir el presupuesto que el estado y la federación le asignan y transparentar su uso, lo cual no es poco; tiene que dialogar permanentemente con el estado y la federación para mostrarle qué es lo que se necesita y cómo beneficia, generar su propios mecanismos para hacerlo, y trabajar con otras instancias de financiamiento y con otras maneras de “beneficiar” a la comunidad. Y tiene que ampliar su noción de recursos: no sólo es dinero, es fundamentalmente administración de espacios, y es por tanto administración de ciudad. En ese sentido yo pensaría a los vocales como gestores, ante todo de los espacios, frente a las autoridades de gobierno y como articuladores de la red con la cultura. La institución tendría que tener por objetivo que la comunidad artística y lo que tiene que aportar a la dinámica cultural de la ciudad fuera directamente evaluada por la sociedad, cubriendo los canales de difusión, mediando entre el gusto masivo y el gusto por descubrir.
Epílogo: el modelo Facebook
Siete años estuve fuera de Monterrey, y al regresar me encontré en los puestos de mando de la cultura a personajes que dejé siendo menores. Al contrario, artistas que antes tenían mucha convocatoria hoy continúan armando su show para pocas personas. Hay nuevos espacios que se ven como si fueran los primeros: aislados y esforzados. Hay diversidad de intereses en públicos quizá no más formados pero sí más curiosos y dispuestos, tras la ola de violencia que giró la atención hacia la apacible oferta cultural. Entre tanto, mi experiencia en Michoacán con la Secretaría de Cultura y los Estudios Multiculturales, la vivencia de dimensiones distintas a las de esta ciudad, me cambiaron la visión de lo que debiera ser la promoción que ahora se llama gestión. Esa jerga de “bajar recursos”, “meter proyecto”, “coinversiones”, “retribución a la comunidad” etc. Parece que a nivel nacional también hay un discurso y una práctica gastadas, una crítica constante a la falta de “resultados” en la inversión estatal y federal y una amenaza constante de reducir los presupuestos.
Tal es el panorama en que se despertaron las recientes discusiones sobre la Reseña de la Plástica (otros temas se tocaron, sin acción de por medio). Hay que mencionar que la gran diferencia entre entonces y ahora se llama Facebook, aunque la herramienta por sí sola no puede por supuesto transformar las prácticas o la falta de ellas. De entrada no todos la saben utilizar plenamente. No saben, por ejemplo, de esa opción para deshabilitar las notificaciones de tus “amigos” que debieran llamarse contactos, simplemente. Viene a cuento porque, además de ser tremendamente útil para resolver el dilema de qué tan incluyente ser (acepta las solicitudes de amistad, así como esperas que acepten las tuyas), podría servir como criterio para la institución cultural. Lo que puso de relieve la Reseña, la parcialidad de la elección del jurado, en ambos sentidos, corresponde a un problema más amplio: ¿Cómo elige la institución cultural a quienes beneficia? ¿Cómo elige a sus jurados? ¿Cómo elige a sus amigos de Facebook? ¿Según cuántos amigos tienen en común? ¿Según cuántos amigos tiene la persona? ¿Según lo que pone en su perfil? ¿Según la trivialidad/profundidad/vulgaridad/actualidad/idioma de sus posts? A mi juicio, la institución cultural tendría la obligación de aceptar todas las solicitudes de amistad que recibe, pues lo que ella administra no es un criterio si no un bien público. De la misma manera, a la institución le corresponde entrar al muro, leer todos los posts, valorar cuán significativos son y la repercusión que tienen, y según esto utilizar la opción para dejar de recibir notificaciones, en los casos que lo ameriten, lo que equivale a dejar de apoyar, a quienes están usando ese bien público de manera trivial.
Esto representa salir del esquema de concurso de belleza, dejar de erigirse en juez (pues quien elige a un jurado siempre está juzgando), delegar el programa a la comunidad cultural y dar seguimiento a la respuesta a ese programa por parte de la sociedad en general; poner el presupuesto al servicio de los espacios, que son el gran capital cultural, y a la difusión, que sigue siendo el límite de la obra artística y de la iniciativa cultural. Esto significa también abandonar el esquema de evento, mensual, anual, bienal, para favorecer esquemas continuos de oferta cultural: que siempre haya dónde exponer las distintas temporalidades de la plástica neoleonesa; que siempre haya dónde poner las obras de teatro de los nuevos y los viejos; que siempre haya a dónde ir todos los días de la semana y que todo el mundo lo sepa. Que todo esté ahí, como en las redes, aunque no necesariamente en ellas, dispuesto a ser navegado, según el criterio propio, y que navegando se aprenda a discriminar.
*Texto publicado originalmente en posdataeditores.com, en el año 2013.