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Skyrim o la simulación perpetua

¿Por qué ese juego? Por un lado, es una representación manipulable de un mundo de fantasía, claramente heredero del espíritu tolkeniano y que a su vez está construido sobre cimientos de Calabozos y Dragones.

octubre 22, 2024

Por Rafael Zamudio

Como muchos de mi generación, paso las horas de la madrugada tratando de entumecer a las voces de la ansiedad, predecible acontecer de un cerebro de por sí ansioso durante la era del covid. Para esas horas, que en otros tiempos eran las mejores para la escritura, mi cerebro ya se coció del todo, achicharrado, al grado en el que pensar en escribir o leer parece una tarea imposible.

Hace tiempo que no puedo escribir a esas horas, mucho tiempo, lo que dificulta para mí la práctica de la escritura pues esas son las únicas horas a las que en verdad me parece que es posible sentarse a escribir. Para mí al menos. Al menos que aprenda de nuevo, claro, pero para eso tendría que dedicarle horas y horas a la práctica, horas que nadie tiene en estos tiempos. Para mí, entonces, la escritura se ha vuelto lenta, pegajosa, con estela de baba caracolesca y todo.

Esta dilación del tiempo, que muchos experimentan ahora en el covidoceno, la he estado viviendo a lo largo de los últimos diez años, a través de un cilindro sub-físico por el que mi capacidad creativa se ahoga conforme el achicamiento del conducto en algunas secciones, y brota en cascadas por el abrupto ensanchamiento del canal en esas otras. En ocasiones hay razones sensatas para estos popularmente llamados “bloqueos”, como lo la pandemia en estos tiempos. En otras ocasiones no hay una razón racional, sino química. A veces las dos cosas. En resumen, es complicado.

Antes de que todo comenzara, recuerdo, mi mente era insaciable. Podía leer y escribir durante días, sin dormir, en arrebatos demenciales típicos de personajes literarios que no son sino las fantasías viriles de jóvenes escritores descubriendo sus pulsiones eróticas y exagerándolas para conseguir la fama y la gloria. Por esta misma razón, en algún momento, una instancia en la que dejé de escribir, fue porque me dejaron de interesar esas cosas y “busqué los orígenes” (no es otra tonta novela de escritores adolescentes) de mi pasión por la escritura. Después fallé y fallé, y etcétera.

Conforme los años pasan, Rafael Zamudio escribe menos y menos, por lo que también peor. Por otro lado, aunque al tratar de hilar palabras la certeza previa no se me nota tanto, siento que eso en realidad no importa. Creo que escribo “menos bien”, pero también creo que escribo más por un sentimiento de obligación moral, a mí mismo, como todos los escritores hombres de todos los tiempos, para demostrarle algo a alguien más, un otro abstracto. Eso me deja no en una encrucijada, como dirían otros ególatras en otros tiempos, sino en el centro de una esfera de gas ardiente, tratando de escapar de la gravedad para subir a la superficie y ser libre. El problema es que, no sólo la esfera de gas es enorme (literal el sol), sino que yo soy una partícula subatómica, un fotón para ser exactos. Es decir, voy a estar aquí unos cien mil años aproximadamente.

En estos cien mil años, entre texto y texto, tengo que ocupar mi cerebro en algo. Pues, antes de que los “bloqueos” (que no eran sino los efectos de la depresión a través del tiempo) se volvieran más y más frecuentes, la ansiedad, que siempre ha sido un discurso roedor que succiona mi bulbo raquídeo, se amaestraba cuando me ponía a escribir. O cuando la ponía a trabajar. No sé cuál de las dos cosas haya sido más cierta, aunque ambas tienen razón de ser. En fin, la cosa es que sin escritura tampoco se puede leer. No entiendo a la gente que lee y no escribe, son actos complementarios en todos los sentidos, de otro modo las cosas salen chuecas y no en buena manera.

Entonces, sin estos dos artefactos de la mente que he usado como amuleto a través de mi vida para no perder la capacidad cognitiva tan pronto, por así decirlo, recurro a otra de mis actividades predilectas para así dejar atrás los problemas de la cotidianidad durante esas horas en las que todos los demás duermen: los videojuegos.

Estoy seguro que para muchos de mi generación, así como más chicos, jugar algo es una manera común de relajarse. Mientras escribo esto, miles de personas dejan comentarios en Facebook en todos los sitios de noticias tecnológicas que están reportando con excesiva minuciosidad todos los insignificantes detalles de la actual guerra de consolas, debido a los próximos lanzamientos de Microsoft y Sony. De los pocos de mi generación que no disfrutan jugar, estoy seguro que muchos tienen hijos que sí, y aunque no practiquen el ancestral deporte del joystick, se encuentran imbuidos en la cultura gamer por medio de sus hemiclones. Es inevitable, es parte ya de la cultura hegemónica, como las películas de superhéroes o el anime.

Así yo también desde hace tiempo dedico gran parte de mi tiempo verdaderamente libre, esas horas extra que te da la madrugada a costa de sueño, para jugar. Y mientras en los juegos encuentro muchas de las cosas que me gustan de leer, sólo que en otro formato, mayormente interactivo y menos grandilocuente, menos “serio” y menos “profundo”, pese a eso la narrativa del juego me saca de mi cuerpo y me transporta hasta que me vence el sueño a otra dimensión, en la que no soy Rafael Zamudio sino Arthur Morgan, un forajido de los Estados Unidos de finales del siglo XIX; o Aloy, el clon exiliado de la mujer que salvó la vida, al planeta mismo, y que ha renacido para guiar a la nueva civilización; etcétera.

He sido gamer por muchos años, toda mi vida de hecho, y con el tiempo me he encontrado muchos juegos interesantes. Con los años también he refinado gustos e intereses que me son muy específicos, muy personales, lo que se refleja en la elección de juegos que me gustan y, dentro de esos, el subgénero o el tipo de estética que prefiero, todas esas cosas. Esto es verdad para cualquiera y para todos, en todo momento y por cualquier cosa, por ejemplo en los gustos personales de alimentación o música. Claro, hay gente que se autocataloga como “rocker”, por ejemplo, y muchos de los que le entran a las etiquetas lo hacen también con la intención de pertenecer a un grupo, por lo que aceptan un canon como una revelación, sin cuestionamiento. Esa postura me parece válida, pero también peligrosa, pues quizá da igual cuando todos los “rockers” de tu barrio disfrutan de cantar a grito pelado “November Rain” (cada quien es libre de consumir la basura que prefiera), pero la cosa se vuelve más preocupante si su razón ovejil replica discursos de odio o de fanatismo religioso.

Pareciera que me salí mucho de tema, pero no realmente, pues si hay algo que me gusta mucho de escribir narrativa (que en teoría es de lo que he vivido durante más tiempo), es pensar en esos pequeños detalles de los personajes. Hacer un gradiente, como en los Sims, para determinar cuántos puntos de ansiedad base tiene la personalidad de mi nuevo personaje. O, como también hice en otro momento de mi vida, tiro los dados para asignarle valores elegidos al azahar, pero distribuirlos de manera determinada por el arquetipo de personaje que quiero jugar y después de eso dejar algunas minucias para el momento de entrar en rol. Este tipo de juegos, en los que puedes modificar a tu protoganista, han sido mis favoritos por muchos años ya.

No sé en qué momento empezó, si fue con Dungeons & Dragons, con Oblivion, leyendo el Señor de los Anillos, no tengo idea. Quizá el incidente de Conan, cuando al año y medio miré la película homónima con Arnold, según la historia que cuenta mi madre. La película de Conan me causó una mezcla de fascinación y miedo, lo mismo que Alien más o menos por las mismas fechas. Cuenta mi madre que ella no quería que la viera y quería que me durmiera, pero yo le decía que ya era grande y no me daba miedo. Lo único que yo recuerdo es que me daba muchísimo miedo, pero que no podía dejar de verla, todo era terrible y a la vez maravilloso. Esa noche tuve fiebre, quizá inducida por las imágenes de la película, y soñé con un caldero enorme, donde el hechizero con cabeza de cobra había cocinado un enorme caldo de cabezas. Esa fue una de mis pesadillas recurrentes de la infancia.

Dos décadas y cacho después llegó el videojuego que aún hoy es “mi favorito”. Un juego que si bien está plagado de bugs, incongruencias narrativas, repetitividad, gráficos obsoletos, limitaciones técnicas y tres actores de voz para 7000 personajes, sigue siendo una experiencia muy disfrutable: Skyrim. Pese a todos los juegos nuevos me sigue llamando y, una vez que logra atraparme, me obsesiona como lo ha hecho en otros tiempos. Si en este momento alguien me pregunta sobre 3 cosas que me llevaría a una isla desierta, una de esas 3 sería Skyrim.

¿Por qué ese juego? Por un lado, es una representación manipulable de un mundo de fantasía, claramente heredero del espíritu tolkeniano y que a su vez está construido sobre cimientos de Calabozos y Dragones. Es amigable para los nerdos del Señor de los Anillos, por ejemplo, incluso con representantes de todas las razas típicas como elfos, orcos, enanos, etcétera. También tiene gigantes, zombies de hielo, cuervos, dragones, todas esas cosas. Hay un conflicto entre facciones, eres el elegido, debes salvar al cosmos, todas esas cosas. Pero lo que más me inspira a volver a jugarlo es la capacidad de jugar con el personaje que se me dé la gana.

A diferencia de otros RPGs de fantasía, como The Witcher, en Skyrim no eres nadie predeterminado. Tu personaje no tiene nombre, no es conocido por nadie, al comienzo no pertenece a ningun grupo mítico, sólo eres alguien que fue capturado en la frontera junto con el líder de la rebelión por el ejército imperial y eres transportado rumbo a tu ejecución. No conoces al líder, no conoces a tus ejecutores, que básicamente es lo único que sabes sobre ti cuando comienza el juego. El resto dependerá de tu capacidad de imaginar.

Para mí eso es una invitación a crear un personaje desde cero. Y eso, para mí, implica abrir un cuaderno antes que cualquier otra cosa. Después pensar un arquetipo que tenga ganas de jugar. “Vampiro nigromante” fue mi última elección. Con eso en mente pensé en el transfondo, en una historia, algo que me dijera quién era mi personaje antes de ser capturado en la frontera. Un estudiante de magia, pensé primero, pero después cambié de parecer. Lo pensé un tiempo, dibujando círculos en el cuaderno, hasta que concluí que mi personaje era alguien obsesionado con el conocimiento, no un simple hechicero, sino un teórico antes que nada, un académico. Mi personaje era un respetado experto en ruinas dweméricas, que a través de décadas de estudios descifró la locación de varias ruinas donde residen una serie de artefactos mágicos que al usarse en conjunto podrían garantizarle la inmortalidad a quien fuera que los obtuviera. Algo así como las reliquias de la muerte, pero con menos drama detrás.

Estos artefactos, creados por los dwemeri, la raza extinta de elfos que ahora son llamados “enanos”, tenían otra función: la transmutación de todo el pueblo dwemérico fuera del plano de existencia del universo interior de Skyrim (y toda la saga de Elder Scrolls). Sin embargo, mi personaje concluye gracias a sus estudios, si estos artefactos se templan durante una noche con específicas características astrales en una forja sagrada, pueden hacerse resonar con el usuario para garantizarle poderes divinos. Así, mi personaje llegó a Skyrim con un basto conocimiento detrás. Por eso decidí que su raza sería dunmeri, o elfo oscuro, pues la longevidad de los elfos me permite pensar en alguien “viejo” que aún así es joven (para su especie, mi elfo tiene 130 años, apenas un chavito).

Una vez que establecí estos detalles creé a mi personaje, le puse un nombre (que no recuerdo pues nadie lo usa para referirse a ti en Skyrim, jamás), jugué un rato con sus facciones hasta darle la apariencia que imaginé mientras pensaba en su vida, y comencé la historia. La historia la conozco por completo. Conozco los diálogos de memoria casi, pues todos los he escuchado muchas veces. Skyrim es un juego que he pasado más de 30 veces, aparte de jugado sin pasarlo y con personajes temporales muchas otras veces.

La historia y los diálogos son parte del todo, pero en este punto son más como un meme o una carta en un juego de mesa, algo que asocias ya como una respuesta a una acción. No es necesario para mí escucharlos completos pero aún así lo hago, para establecer el camino de mi narración en esta aventura que está armada de piezas intercambiables. Pues, para mí, que conozco todas las misiones, todos los libros, todos los calabozos de este juego (aunque siempre descubro que no, que todavía hay rincones y líneas de diálogo que no me sé de memoria), cada pieza del juego es un módulo y la unión de diversos módulos me permite vivir una historia relativamente distinta a las demás, una historia que sólo yo vivo, pues los personajes son entidades artificiales sin consciencia, así como una historia que yo mismo voy creando.

Esto último, que es una especie de frase cliché de las reseñas de videojuegos de mundo abierto, para mí es cierto en el sentido en el que jugar Skyrim satisface mi necesidad de contar, aún si sólo se cuenta para mí. Esto porque la historia que juego, la manera en la que juego, es para contarme a mí historias nuevas de una manera más rápida y eficaz que cuando lo hago por medio de la escritura. Por ejemplo, hay una misión en la que te contratan para recuperar un caballo que fue adquirido por supuestos medios legales. Puedes robar el caballo y el título de propiedad y entregarlo a tu empleador para concluir la misión, o puedes robar ambos y quedarte tú el caballo. Puedes matar a tu empleador en el momento en el que debes entregarle el caballo, o puedes huir y no volver a verlo en todo el juego. Cualquiera de estas opciones es válida y concluye la misión, pero en lugar de elegir la más eficiente todo el tiempo (quedarse con el caballo), me gusta elegir dependiendo de mi personaje. Incluso cuando los diálogos del juego no coinciden (o no existen), yo opto por una opción y juego el rol.

En esta historia, siendo un vampiro nigromante en búsqueda de los artefactos para conseguir la ascensión, decidí traicionar a mi empleador y acudir con la dueña del establo para informarle de la situación, a lo que ella me otorgó permiso de disponer de la situación como yo quisiera. Ella, Maven Blackbriar, me conviene como aliada, pues su influencia en la ciudad de Riften es crucial para mi exploración de las ruinas que se encuentran ahí. Así, sin que ningún diálogo referente a estos temas exista, al “hablar” con ella dentro del juego, e imaginar la conversación (a veces los susurro en voz baja, o incluso no tan baja), más eventos de los que pueden existir dentro del juego ocurren.

Esa me parece la cualidad más valiosa de Skyrim y lo que lo permite no es sólo que tu personaje sea un lienzo en blanco, sino que en ningún lugar en el juego existe una voz que te indique que estás en un juego. No hay especificaciones en los menús, no hay descripciones del autor ni del juego mismo. Todo dentro del juego está contado desde la perspectiva de personajes ficticios del mismo universo, desde los libros que te encuentras con información geográfica, folclórica, sociológica, todo está escrito por un personaje que vive o vivió en ese mundo de ficción.

En ese sentido Skyrim es una simulación más que un juego, una en la que un día puedes ser un vampiro bebiendo la sangre de nobles para mantener tu poder, y en otro eres un alquimista que busca crear el elíxir de la vida. En ambos puedes jugar de maneras muy diferentes, optando incluso por no seguir las misiones de la historia, ni la primera, y sólo jugar, como hacíamos de niños, imaginando. Uno de los personajes que más disfruté fue un orco viejo, autoexiliado de su tribu, en busca de una buena muerte, es decir una muerte por combate, para así conocer el honor de morir en batalla. Lo jugué estilo permadeath, en el que una vez que algo me matara, fuera un bandido, un gigante o una rata monstruosa, no volvería a jugar al personaje. El juego se acaba cuando te matan. Así que, cuando murió, nivel 21, luchando contra un dragón, borré el archivo para honrar su breve vida digital.

Mientras escribo esto, pienso en la imposibilidad de la literatura para poder transmitir este tipo de experiencia, propia de los videojuegos. Es adictiva pues nos permite vivir en un mundo ilusorio, aunque sea por un par de horas o días. Un mundo donde no sufriremos consecuencias reales, donde podemos cargar un archivo guardado previamente y repetir una sección si algo no salió como queríamos. A mí me gusta que mis personajes vivan sus accidentes, sus errores, como la muerte prematura de quien hubiera sido la pareja sentimental de mi personaje actual de no ser por su propia ambición obsesiva. Con su muerte decidí que mi personaje se deprimiría, casi abandonando su misión íntima, hasta que algo ocurriera dentro del juego que lo hiciera “retomar su camino”. Así hice que mi personaje vagara, bebiera alcohol en cantidades ingentes, comiera todo lo que encontrara, hasta que fue convertido al vampirismo por accidente. Después de la fiebre, resucitó con un nuevo propósito y, 70 horas después de empezar la historia del “vampiro nigromante”, por fin mi personaje se hizo vampiro. Si esto fuera una película, apenas llegué al punto donde el personaje “obtiene sus poderes”, que suele ser en los primeros 20 o 30 minutos.

Quisiera que escribir fuera algo parecido, que uno pudiera habitar dentro de lo que escribe mientras lo escribe. Y en parte lo es, la manera en la que las palabras que escribimos resuenan en la mente y la percepción al momento de escribir tiene todo que ver con la función que el acto de escritura conlleva. Si la intención es contar, la habitabilidad del discurso se traduce en vivencias experenciales, mientras que con la poesía se obtienen visiones místicas, tradicionalmente al menos. Ensayar, claro, es desenmarañar papeles enredados y elegir las sentencias que permiten que la estructura mental se deshilvane. Pero ninguna de estas cosas es parecido a lo que el juego produce, pues hay de todo un poco, de todo lo que en la vida misma hay, de todas las experiencias simulaciones diminutas.

Quizá ya no escribo durante las madrugadas, como hice por muchos años, pero aún cuento algunas historias para mantenerme cuerdo. O las juego, más bien. Me convierto en el personaje, como en otros años me convertía en mi personaje de D&D o, en otra dimensión, en mi fursona. Y quizá ahí es donde vive el próximo personaje para Skyrim.

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