Por Rafael Zamudio
«Recuerde que la novela policíaca es la novela del hombre común», dice un personaje de La muerte del Pelícano. Otro caso del Vaquero Rodríguez. Y en este caso es cierto: el Vaquero, el detective estrella que trabaja para una subdirección secreta de la PGR conocida como Subdirección de Materiales de Cómputo, es un hombre cualquiera, ex estudiante de sociología, ex izquierdista, que fuma, come garnachas y no tiene una condición física impresionante ni seduce a las femmes fatales que ni siquiera vienen al caso. Al contrario, el Vaquero está enamorado de Dolores, la secretaria del jefe, una mujer que vive con su madre y su hijo en un modesto apartamento de la delegación Venustiano Carranza, una mujer que lo pone nervioso y a la que no sabe cómo expresarle sus constantes ensoñaciones con ella. Se trata de un personaje que podría ser uno de muchos veteranos de la vieja escuela, uno inteligente, al menos lo suficiente como para convertirse en el mejor detective del país, capaz de resolver los casos más escandalosos que el gobierno mexicano necesita quitar de los periódicos para calmar a las masas y que ninguno de los «nuevos hombres», jóvenes con maestrías y ninguna experiencia de campo, son capaces de desentrañar.
Siguiendo al Vaquero mientras resuelve la muerte de Pepe Baruk, el nieto de un hombre que hizo un emporio de la basura, conocido como «El Rey de los Desperdicios», el narrador nos lleva a través de la Ciudad de México, desde Poniente a Coyoacán, Polanco, Santa Fé, Narvarte, Tepito, trazando una cartografía no sólo social sino también ideológica mientras nos muestra la manera de vivir y pensar de muchos personajes, todos parte de la investigación. Detrás del recorrido hay otra cuestión: que las redes en una ciudad como la capital involucran a todos, que un evento repercute en todos los estratos de forma más o menos directa. A lo largo de las investigaciones del Vaquero también se muestra otra cara del entramado social: la incapacidad para vislumbrar lo que se sale de la norma, del promedio ideológico. Quizá, para la mayoría de los personajes, Pepe Baruk es un santo, un mártir, un ciudadano ejemplar que tuvo la mala fortuna de estar rodeado de personas que se odiaban entre sí, pero para el Vaquero es otra cosa, algo que lo conecta con él a un nivel que no quiere admitir: la depresión. ¿Y qué es la depresión para una sociedad que no es capaz de entender cómo una persona que tiene «todo el potencial del mundo», según ellos, cae a un lodazal del que no logra salir?
En este mundo de La muerte del Pelícano, que es nuestro mundo, nadie entiende al otro. Nadie logra reconocer entre la multitud a la cara que le resulta familiar y que se desvanece en el vagón del metro, ni ver en los otros más que caricaturas de lo que expresan como caparazón emocional: nadie se conoce, nadie se reconoce en el espejo del otro. Porque si es cierto que todos estamos conectados y que lo que le sucede a uno repercute en todos, también hay barreras que levantamos para que ese eco no nos destruya. El precio a pagar es una profunda indiferencia, un mundo en el que todos somos islas autofágicas, ciegas, veladas por la suposición de que el entramado de ideas bajo el que nos sentimos únicos no es una estructura estampada por la voluntad de la máquina social, por el Imperio de la Mayoría.
Todo esto se lee en La muerte del Pelícano en un par de horas. Tanto porque se trata de una novela con un lenguaje sencillo y pulcro, como porque los personajes nos recuerdan a nosotros mismos, y también porque la investigación nos intriga y llena de hambre por confirmar nuestras sospechas a lo largo de una búsqueda por un culpable pero también por un sentido humano, por una conexión con el otro, cosa que hace difícil soltarla sin llegar a la última página. Espero que la colaboración entre los hermanos Daniel Espartaco y Raúl Aníbal Sánchez no termine con este libro, que haya más casos para el Vaquero Rodríguez.