Reseña de ‘Artefactos’ de Alejandro Vázquez Ortiz

Según el parecer de muchos lectores, hay un problema mayor con los cuentos y relatos que se escriben (o que se publican, mejor dicho) en México: que no son escritos por amantes del «género».

octubre 11, 2024

Por Rafael Zamudio

Según el parecer de muchos lectores, varios escritores y un par de críticos (entre los primeros y segundos me incluyo), hay un problema mayor con los cuentos y relatos que se escriben (o que se publican, mejor dicho) en México: que no son escritos por amantes del «género», lo que sea que eso signifique, si es que importa tal connotación. Pero sí importa, pues al verse al «cuento» (y se incluye en esta categoría a todo relato breve, sin mayor desglose) como un «género menor» entre los escritores mexicanos (no digamos «narradores»), su escritura está supeditada a dos funciones básicas que le restan de nacimiento las cualidades que podrían tener: uno, publicar en revistas para hacer currículum (con todo y que son mal pagados los cuentos en contraste con el ensayo, entre otras peripecias); dos, publicar cuentos porque no se tiene la «experiencia» o el «aliento» o «inserte cualquier otro pretexto aquí» para escribir una novela, que es entonces sublevada como la idea máxima del «género narrativo»[1]. Si bien estas categorías se encuentran agusanadas por falaces argumentos arcaicos e idealismos prequijotescos —como el que la brevedad de los relatos imposibilita la creación de personajes sólidos (campo designado a la novela) y por lo tanto debe tratarse de una pericia formal[2]— imperan estas ideas, pese a todo, en la mayoría de los escritores mexicanos y, no se diga más, en el mundo editorial.

            Contramarea y de vez en cuando aparecen libros, excepciones a la regla, pues sin tales no podría asegurarse que en efecto se trata de una regla[3]. Muchas veces pasan desapercibidos por tratarse de libros que, en primer lugar, encuentran complicado el peregrinaje de los estantes mercantiles a los de los lectores y, en segundo lugar, porque sus autores no gozan de estatuas en ningún parque; es decir, que los únicos libros de relatos que se compran en México son los de aquellos escritores que todos conocen, aunque en lo personal dudo que se lean sino que más bien cumplen la función de rellenar huecos en las bibliotecas personales de mucha gente. Pues bien, hace poco tuve la fortuna de encontrarme uno de estos libros en la biblioteca de mi casa, no por accidente sino porque mi pareja me lo puso en las manos: Artefactos, de Alejandro Vázquez Ortiz (Editorial An.Alfa.Beta, 2012). 

            El libro es en sí un artefacto, un objeto valioso, hecho a mano y con un tiraje numerado de 200 ejemplares (al nuestro le corresponde la variable 000138), con una portada impresa en serigrafía basada en el grabado anónimo de 1738 sobre el interior de Canard digérateur, autómata de Jacques de Vaucanson[4]. Digo que se trata de un objeto valioso no sólo por el hecho de su construcción manual y muy bien cuidada, sino porque su contenido es de una artesanía que se equipara al del trabajo editorial: las historias incluidas en Artefactos fueron escritas y pulidas como si se tratara de orfebrería. 

            Las historias por un lado divergen en temas y situaciones. Algunas tratan sobre escribanos chinos, otras sobre turistas perdidos en pueblos remotos, hay sobre encargados de las cámaras de seguridad de un casino y sobre antropólogos en busca de civilizaciones indígenas que pasaron milenios desapercibidas. Aunque algunas historias tienen un acercamiento a lo que en nuestros tiempos puede llamarse «borgeano», en realidad se trata de un volumen con vida y voz propia, un estilo que va más allá del «género Borges» para situarse en su propio plano. No hablaré de cada historia porque para hacerlo no bastaría usar las palabras propias de una reseña, sino las del mismo texto, con lo que quiero decir que no hay una palabra que agregar a ninguno de ellos. Sólo diré que cada historia se convierte en una obsesión, un abismo al que hay que dejarse caer de cabeza y azotar en el infinito que se abre como una herida sin sangre. 

            Si bien dije que los temas son cualquiera que pueda ser, aunque con algunos acercamientos entre los textos, donde hay una especie de homologación es en los narradores. No en la voz, pues cada uno ostenta la suya con autonomía, sino en que todos tienen en común un vocabulario floral, amplio, preciso, hermoso. Cada uno tiene una razón especial para poseer tal gracilidad verbal, desde ser el nombre verdadero tras del seudónimo «Herman Melville», hasta haber sido tocado por Dios o encarado a la muerte con una escopeta entre brazos. Varias veces me sorprendí sonriendo durante la lectura, algunas por los hechos narrados, otras por las palabras leídas. No encontré en ningún momento razón para dejar el libro. Y lo hubiera leído en una sola sentada de no ser porque en más de una ocasión me detuve en la lectura para investigar algo, buscar una palabra en el diccionario, encontrar más información sobre los ukys o sobre autómatas, incluso leer otros textos referidos en el libro (de Melville, por ejemplo). En una ocasión tuve la necesidad de buscar en la obra de Plinio el Joven el pasaje en el que Atenodoro de Tarso es visitado por un fantasma y, de paso, leer sobre su relación con Octavio, cosa que me llevó a detenerme un par de días en una retrospectiva romana incesante[5]. Como estos ejemplos podría mencionar muchos más.

            Después de leer las once piezas que componen Artefactos me sentí de un modo peculiar. Por un lado, no sentí la tristeza que pensé, a media lectura, que sentiría al terminar el libro, cuando ya no hubiera más historias que leer. Quizá esto se deba no tanto a que puedo releerlo cuantas veces quiera, sino porque el libro parece no haber concluido, pues las investigaciones personales que me ha inspirado se han convertido a su vez en árboles que podrían tomarme meses en concluir y siento que son parte de la lectura misma de Artefactos. Por otro lado, una vez llegado el punto final me llenó una sensación de plenitud que sólo puedo equiparar a cuando termino un platillo delicioso y especial sin la pesadez de llenarme al grado de no poder pensar más que en dormir una siesta. 

Es, sin duda, el mejor libro de cuentos que he leído en mucho tiempo. No dudaría en comprarlo, así ya haya un ejemplar en la casa, de no ser porque eso privaría a otra persona de tenerlo (pero temo que no pienso prestarlo, pues, ¿quién, en su sano juicio, lo devolvería?). 

Escritor y editor (Tijuana, Baja California, 1985). Ha sido ganador de la beca del Fondo Nacional Para la Cultura y las Artes (2010) y el PECDA de Baja California, en dos ediciones (2008 y 2011). Su obra literaria ha sida publicada en distintos medios impresos y electrónicos, como las revistas Picnic, Posdata y Crítica. Actualmente escribe en la revista digital Posdata.

[1]Sánchez, Daniel Espartaco. Queremos personajes. Por qué nadie lee cuentos.

 http://www.letraslibres.com/blogs/cuaderno-underdog/queremos-personajes-por-que-nadie-lee-cuentos

[2] Ibídem. 

[3] Para los designios de la lógica, las reglas que carecen de excepciones son la excepción a la regla que dice que la excepción hace a la regla. 

[4] Según la anotación de la página legal del libro.

[5] Cuya influencia continua: ahora tengo a Julio César y a Marco Aurelio en mi escritorio.

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