Por Daniel Espartaco Sánchez
Extraña decisión de Robert Eggers la de hacer un remake de Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, de 1922, del director expresionista alemán F. W. Murnau, y no una adaptación de Dracula, la novela de 1897 de Bram Stoker, una historia de aventuras y terror gótico del romanticismo tardío, medio bobona y fácilmente adaptable. Porque la versión de Murnau es una obra de arte, a su vez basada en la novela, pero que nunca pudo llamarse Dracula ya que los realizadores no pudieron conseguir los derechos del libro para llevarlo a la pantalla, pero que artísticamente superó con creces la adaptación legítima del mismo hecha por Universal en 1931. Harto conocida es la forma despiadada en que Florence Balcombe, la viuda de Stoker, y ex novia, por cierto, de Oscar Wilde, persiguió las copias de Nosferatu para destruirlas, sin lograrlo por completo para fortuna nuestra. Hubo muchas versiones basadas en el argumento de Stoker, al grado de que ya sólo unos pocos iniciados conocen la historia original. En todas estas versiones se privilegió el género de terror sobre el de aventura. En la obra original, Drácula regresa a Transilvania, donde van a cazarlo Van Helsing, Harker, Quincy y Mina, dando paso al susodicho género de aventuras exóticas (breviario cultural). Cuando Murnau y compañía no obtuvieron los derechos, ya entrados en gastos, decidieron hacer los cambios en los nombres en el guion de Henrik Galeen: Drácula se convirtió en Orlock, Mina en Ellen y Van Helsing en el profesor Bulwer. Y si el personaje original de Drácula estaba basado en el actor inglés Henry Irving y en Frank Lizt (de ahí el porte aristocrático y teatral), Murnau y compañía decidieron hacer de Orlock una criatura horrorosa y estrambótica, muy a lo expresionista. También cambiaron el final por uno más interesante que el de Stoker, en donde el vampiro muere víctima de su propia obsesión (spoiler alert: si no has visto Nosferatu de Murnau llegaste tarde a la existencia). Sin duda este final es mucho más interesante, trágico y teatral que novelesco, y así lo han preferido muchas versiones posteriores. Y aunque los títulos de Nosferatu de 2024 aseguran que también está basado en Stoker, Eggers decidió conservar los nombres alemanes, la locación ficticia, Wisborg, y resultó más cargadamente expresionista que todo el movimiento expresionista, con un montón de fallas en la verosimilitud del argumento, que van más allá de que Alemania no existiera todavía en 1838, o que las babas rumanas ortodoxas se persignen con la mano derecha y no la izquierda según los ortodoxos (algo que no era baladí sino cuestión de vida o muerte durante la última guerra en los Balcanes); ni que estereotipen a las ratas como malignas, cuando son unos animales inteligentes y gentiles, de buenas maneras —según PETA— sino que, en la obsesión por el simbolismo estetizante del que gusta este director (y por cierto, de manual para los diletantes de los temas esotéricos), se le hayan quedado varios cabos sueltos en la trama; algunos personajes que están de más, como el ahora sumamente inútil Herr Knock, pues dejaron de tener sentido en el momento en que el escritor y director decidió “ir más allá” en la relación de la protagonista con el vampiro, su supuesta aportación a la leyenda. Suerte para la próxima, para mí fueron dos horas aburridas viendo las caras de la hija de Johnny Depp contorsionarse a lo Linda Blair. Algo que no vale ni tres peniques.
Duele ver tanto derroche de presupuesto para ni siquiera alcanzar lo que F. W. Murnau logró con mucho menos dinero, más ingenio y creatividad y con un lenguaje cinematográfico aún en pañales. Tal parece que el señor Eggers no logró con cien años de ventaja, mayor presupuesto y la más alta tecnología, ser digno siquiera de abrocharle los zapatos al genio de Westfalia. Nosferatu, eine Symphonie des Grauens es una obra de arte llena de imágenes icónicas. Como toda obra de arte, surge no sólo de la creatividad sino de la economía y el buen balance de su estructura en cinco actos, en el juego de luces y sombras. Nosferatu de 2024 es un producto del efecto Dunning-Kruger, el sesgo cognitivo de las personas limitadas que las hace sobreestimar sus capacidades; una película efectista que se vale incluso del recurso barato del sobresalto, demasiado cargada hacia la sombra, con las pésimas actuaciones de Nicholas Hoult y Lily-Rose Depp, a los que no debemos culpar por ser tan mal dirigidos. Hasta el veterano Willem Dafoe da el traspiés en su muy pobre interpretación del profesor Bulwer al proferir el peor diálogo del guion de Eggers: “he visto cosas que harían que Isaac Newton volviera al útero”. Es triste escuchar las tonterías que un actor de la talla de Dafoe tiene que decir para ganarse la vida.
Y hablando de actores, y hablando de Nosferatu, ¿qué se puede hacer después de Max Schreck, el vampiro original, después de Klaus Kinski, o incluso después del mismo Dafoe como Schreck en La sombra del vampiro (2000)? La respuesta es muy simple: nada. Por eso Eggers decidió no mostrarnos nunca a su Orlock, un Bill Skarsgård que tan solo vemos unos cinco minutos envuelto en plástico y maquillaje en una escena por la cual Eggers tendría que ir al psicoanalista para beneplácito del público sediento de emociones baratas, simbolismo chafa al estilo Código da Vinci, y un montón de referencias pseudoculteranas para que te des un quemón, con el perdón de las abuelitas ortodoxas que faltan a su religión en otra propuesta norteamericana ingenua, pero, como suele ocurrir, altamente pretenciosa. El Nosferatu de Eggers no es más que una sombra que habla con voz afectada como el Batman de las películas: el conde Orlock debió de pasar una eternidad no sólo chupando sangre de doncellas sino también cigarros baratos de la India.
Toma el argumento de Stoker y de Galeen, alarga el suspenso y las escenas y la oscuridad, mételes dos sustos, música de terror genérica, escenas sobrestetizadas y, ¿por qué no?, un poco de iluminación flamenca, para que el público altamente visual de hoy en día exclame “qué bonita fotografía” y no olvides darle mayor preponderancia a la protagonista, aunque el resultado es moralista, victoriano —incluso misógino— pues el vampiro es el fruto de los pecadillos de ella durante la pubertad (“Es mi vergüenza”, dice Lily-Rose), razón por la que debe sacrificarse a la bestia y expiar las culpas de todos los demás. Ya sólo falta quemarla en la hoguera al más puro estilo de Jamestown. Agrégale un poquito del Freud que viste en tu universidad gringa y ya tienes todo para triunfar. Pero qué bonita fotografía.
Daniel Espartaco Sánchez (1977). Es autor de varios libros, el último se llama Los nombres de las constelaciones. Ha ganado muchos premios literarios, pero no le gusta presumirlos. Lleva más de un año con la Clínica de Narrativa, un espacio virtual y físico de lectura y reflexión acerca de la escritura creativa. Vive en la colonia Narvarte, el único territorio con el que se identifica hasta el momento.
Foto: Focus Features | Universal Pictures.