Por Rafael Zamudio
Muchos son los libros que tenemos en nuestros estantes y que nunca leemos. En los míos hay secciones enteras dedicadas a todas esas palabras que no pretendo mirar, pero que por algún designio supersticioso necesito tener a la mano. También tengo otros libros que puede que lea algún día. Los que sé que leeré una mañana de abril cuando se derrita la nieve. El libro que espera al último de mis días. Guardo volúmenes sin abrir, envueltos en celofán, para que mi biblioteca no se enquiste en el mecanismo inerte de leer de forma lineal: lo que se va comprando, uno por uno, sin conseguir más antes de terminar lo anterior. Me gusta mantener un diálogo abierto con mi biblioteca, que exista la posibilidad de encontrar en ella algo de cuya existencia me había olvidado o no conocía. Sé que si meto la cabeza entre mis libros encontraré cosas que alguna vez intenté leer y no estaba preparado para entender, como cosas que alguna vez amé pero ya no puedo sino mirar con cierto desdén. Pienso la biblioteca personal como pienso el mundo: en escala microscópica todo está en cualquier sector de un centímetro cuadrado de nuestra piel.
Así como en mi biblioteca hay espacios guardados para las cosas que nunca voy a leer, en muchas casas hay bibliotecas enteras que jamás se han leído ni jamás se leerán. La función de ambas es distinta. Si en las mías se trata de libros-amuleto, en las otras se trata de grandes obras o, al menos, grandes autores organizados de manera hermosa, ya sea para emular la ejecución de una idea falsa de cultura o como mero adorno. Un amigo mío, que denostaba este tipo de acciones, me contaba que lo que más odiaba de muchas familias adineradas de la Ciudad de México era que poseían enormes bibliotecas falsas, en las que ya ni siquiera había libros de verdad sino meros lomos empastados a ladrillos. Yo le decía que, aunque sea, no privaban a otros de un ejemplar y eso me parecía honesto, incluso digno. «Al menos sabes que ese falso Chéjov que finge estar ahí puede estar en las manos de alguien más», concluí. «Pero Rafa, ya nadie lee a Chéjov», remató mi amigo.
Pero en esta casa sí se lee a Chéjov. No por decir que se lee a Chéjov, como sabemos que hacen algunos —no sólo con él sino con Dostoievski, Cervantes, Shakespeare y hasta Homero— sino porque es una pérdida de tiempo no hacerlo. No me atrevo a decir que para qué quiero leer una novela de Haruki Murakami si puedo usar ese tiempo para leer a Chéjov pero, vaya, ya lo dije. No importa que sean cosas «muy diferentes» y «no tengan nada que ver», sino que ya me di cuenta de que no soy inmortal y que no tengo tiempo para leer todo lo que existe en el mundo, ni siquiera tengo el suficiente tiempo como para leer todo lo que de verdad quiero leer ni para leer todo lo que me enriquecería leer, así que lo mejor es leer lo que más quiero leer de lo que más me gustaría leer y, por desgracia o fortuna, no sé, Murakami ya no se encuentra entre esas cosas, como tampoco Carlos Fuentes ni tú, amigo escritor contemporáneo que me regaló su libro en un encuentro de escritores. Lo único que ustedes tres tienen en común es que leí algo y, aunque estuvo más o menos bien, prefiero usar las dos horas que podría dedicarles para leer un par de cuentos de Chéjov.
Pero volviendo a Chéjov, que es el tema que nos importa hoy, hace unos días decidí buscar en el estante de libros rusos algo para descansar del trabajo como reseñista de novedades y me encontré con un ejemplar de Un drama de caza, en la traducción de Sergio Pitol, envuelto en celofán (Dirección Editorial Universidad Veracruzana, 2008). Lo había visto muchas veces, incluso lo cargué en la mano en un par de ocasiones pensando en leerlo, pero hasta esa noche lo devolvía sin pensarlo más y tomaba algún otro libro (diré que de Chéjov, para no contradecir los párrafos anteriores, pero en realidad se trataba de Gógol[1]). Era tarde y mi idea era leer un par de capítulos cuando mucho y acostarme temprano, plan que resultó infructuoso frente a la sencilla y a la vez cautivadora prosa de un joven Chéjov de apenas 24 años. Lo peor de todo no fue que haya leído toda la novela de una sentada, sino que el mismo autor se atrevía a decir, en la sexta página, que eso sucedería. Media página después dice, también, que la novela tiene nada de notable, cosa que él sabía incierta y engañosa, pues aunque se disfraza de «otra tonta novela de crimen», Un drama de caza es algo mucho más complejo que eso.
El libro comienza con una especie de prólogo en la que un aún más joven Chéjov (de 20 años) recibe la tediosa visita de un hombre tan atractivo y grácil que es fácil no darse cuenta que mide un par de metros y posee la fuerza física para convertir un escritorio de roble en una bola de papel con sus manos desnudas. El enorme y delicado-como-bailarina hombre le entrega un manuscrito, una novela sobre un crimen que ocurrió en verdad y sobre el cual tuvo la obligación de trabajar como juez de distrito, la cual era su profesión, pese a haber estado involucrado en los hechos. Si el lector posee dos gramos de materia gris es capaz de dilucidar que este mismo juez es el asesino desde el mismo momento en que le entrega el manuscrito a Chéjov y pronto la novela no tiene más misterio. Aún así, en cuanto comienza la narración del verdadero autor de Un drama de caza, Iván Petrovich Kamichev (que dentro de su manuscrito se disfraza con el seudónimo de Serguéi Petrovich Zinoviev) lo importante ya no es quién es el asesino, ni cómo ocurrió el crimen, ni siquiera el motivo, sino las situaciones en las que se desenvuelven los hechos.
La breve novela se convierte en un retrato social que, si bien al comienzo nos presenta lo que parece una Rusia frívola y decadente, rumbo al final encontramos que se trata de algo incluso más terrible: la deshumanización demencial, entre la negación absoluta del otro y la dictadura de las clases altas, del Imperio Ruso. Pero a diferencia de otras obras de la época el autor no pretende moralizar sino exponer. Aquí es donde entra la verdadera naturaleza detectivesca de la novela, pues si el Chéjov que narra el prólogo y el epílogo nos da indicios desde el comienzo de que Kamichev es el asesino, no ocurre una verdadera investigación policiaca hasta que en la misma narración de la falsa investigación que hace Kamichev (o, mejor dicho, Zinoniev) aparecen unas notas a pie de página en las que el Chéjov editor nos plantea las preguntas que haría un juez al sospechoso para arrancarle la confesión, es decir, las preguntas que Chéjov le hace a Zinoniev mientras duda de la veracidad de los hechos narrados.
El epílogo, sobre el cual no diré mucho para aquellas dos personas que sí leen a Chéjov y que todavía no han leído Un drama de caza, cierra la novela con la exposición que pretende el autor sobre la Rusia de su época. Algo sencillo, sin moraleja: los malos siempre ganan. Cosa que, como sabemos, no ha cambiado ni cambiará pronto, ni en Rusia ni en México ni en Estados Unidos ni en Palestina Ocupada, lo cual puede ser otra razón para leer a Chéjov hoy en vez de tenerlo de adorno en el estante. Pues, como todos esos grandes autores y esos grandes libros que nadie lee, pudieron haber sido escritos mañana. Y tal vez en ellos podemos encontrar las claves para resolver el presente terrible en el que nos encontramos desde siempre, si tan sólo nos tomáramos la molestia de dedicarles un par de horas.
[1] A decir verdad, el autor no había leído un ápice de literatura rusa hasta hace unos meses, por instancia de su esposa, quien le aseguró que no querría leer otra cosa después de hacerlo. Nota del autor.