Por Denise Márquez
Es difícil alejarse del placer. Básicamente, la vida se trata de correr desesperadamente tras algún señuelo que le dé felicidad a la mente, pero sobre todo al cuerpo: arropar el frío con otro cuerpo, balbucearle a otro cuerpo algún sonido que rompa efectivamente la incomodidad del silencio, balancear el cuerpo, hacerlo girar, para no pensar en nada más.
Tengo un par de semanas sin escuchar a David Bowie. Soy cobarde. Me trae a la memoria una proyección rápida y dolorosa de cosas que ya no son: las desveladas para ver The Hunger en canal 22, los segmentos de Clásicos en MTV (antes de que fuera el hogar de Sweet 16 y Acapulco Shore); incluso el gusto por escuchar a los Pixies. Sí: soy todas esas cosas que siempre critiqué de la gente que envejece. Estoy notándome algo más cercana a las fobias de la disolución.
Sucede algo asqueroso cuando la gente se muere: hay llamas que se crecen en hogueras y lo consumen todo. Cuando papá murió, sus hijos pelearon como hienas por definir quién le tuvo más amor aunque murió aislado en un cuarto de su propia casa, en silencio porque las historias que repetía sin cesar ya eran aburridas para sus bienquerientes. Misma mierda con el vato que vino de las estrellas. Mi termómetro social más eficaz son las redes: leí decenas y decenas de publicaciones aburridísimas de trues indignados porque “ahora sí a todo el mundo le gusta David Bowie”, “Yo era fan de (inserte aquí Ziggy Stardust, The Thin White Duke, The Halloween Jack, Aladdin Sane o para que se vea de lo que está hablando, David Robert Jones) desde que el mundo es mundo” y otras medicinitas de esas.
Tuve que hacer detox para reconsiderar quién mierda soy yo para hablar del David (ja).
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Los estudiosos de la vida me resultan extraños: a mí casi todo me sucede por accidente.
Algún día hallé un cd en la casa de mis jefes: 20 éxitos inolvidables del rock. Todo estaba mal allí: había una rola de Bob Marley, una espantosísima canción de Nazareth (Love Hurts) y a mis jefes ni les gustaba el rock: eran devotos de la Matancera y adictos al trópico, así que apirañé. Nomás hubo una canción que me empelotaba y que ponía en la grabadora todas las mañanas antes de treparme la falda de la secundaria hasta que se viera como pareo. Incluso, me prendió para participar en la clase de inglés (de la que me sacaban casi siempre por reír como boba e incitar a los demás a hacer lo mismo). Así que le llevé mi disco y el tema que quería traducir en clase al pobre infeliz que aguantaba a 40 ñeros de las colonias Morelos, Moctezuma, Tepito y Peralvillo. Supe entonces que mi parte favorita de la rola en cuestión, la que me inició en el arte de bailar con los ojos cerrados, decía “put on your red shoes and dance the blues”. Y aunque era un poco inasible lo que el muchacho cantaba, en esa clase de segundo año (que se volvió de traducciones de canciones de Bowie para tener a la jauría en paz) supe también que podía hacer otra cosa además de fajonear con chacalillos de mi cuadra: bailar. Semanas después vi el video: unos morenazos working class paseaban en lugares bien chingones, se pagaban una cena con meserito de frac y luego… mmm luego estallaba la bomba atómica a lo lejos, pisoteaban los zapatos rojos y bailaban en un risco como el Peñón de los Baños, con un güerito que tocaba la guitarra con guantes blancos.
Ese era David Bowie y tenía todo lo necesario para hacerse la obsesión de una chamaca de 14. Cumplí con devoción llamando cada fin de semana, religiosamente, a la Pantera (el 580 del AM chilango) para pedir rolas de mi crush.
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No me he terminado todos sus álbums. De lo escuchado, las últimas rolas que me hacen mover los pies están en “Never let me down”, un disco del 87. Pero me sentí igual de emocionada que hace 20 años cuando un morro de mi trabajo, gracias al “asqueroso” alud de canciones y publicaciones en Fb, descubrió al Bowie. Con su último video. Del último disco.
Disfruto la memorabilia de mis amigos, sus datos y anécdotas increíbles, siempre en franca competencia. Así que hago un llamado y propongo una tregua: hágannos un favor y permítannos democratizar al hombre de las estrellas.
Habiendo tantas rolas por bailar, francamente me vale mierda si fueron de la onda antes de que nosotros, los arribistas y desautorizados mamadores de Bowie, llegáramos.
Amén.
*Texto publicado originalmente en la revista Posdata, en su edición impresa, en el año 2016.