Por Arturo Roti
Corría el año de 1986 cuando tuve la suerte de embarcarme en una experiencia que marcaría mi vida para siempre. Acompañaba a mi cuñado, Armando, por toda la República Mexicana como representantes de Discos Remo y el Grupo Pegasso. Nuestro objetivo era claro: promocionar lo más reciente de la banda en aquel entonces, el éxito «Adolescente y Bonita». Pero, lo que no sabía, es que aquel viaje no solo sería una travesía laboral, sino una lección de vida que aún hoy recuerdo con una sonrisa y un poco de nostalgia.
Recorríamos caminos, visitábamos estaciones de radio, periódicos y tiendas de discos. Pero el verdadero encanto estaba en los kilómetros entre cada destino, en la carretera. Allí aprendí a amar el asfalto, las curvas y los paisajes que nos regalaba la madre naturaleza, desde amaneceres que parecían pinturas renacentistas hasta atardeceres de un naranja tan profundo que parecían abrazarte. La carretera era un aula sin paredes, donde aprendí a leer los gestos de los traileros: el saludo con las luces, la señal para rebasar, las sonrisas detrás del volante. Todo eso hacía que el viaje fuera más llevadero, más humano.
Mi labor principal como copiloto era simple pero esencial: ser el DJ oficial del camino. Yo, un metalero empedernido, cargaba con mis cassettes de Venom, Slayer y Metallica, listo para convertir el trayecto en una explosión de riffs y baterías. Pero Armando, mi cuñado, tenía otros planes. Su colección de cassettes era un tesoro de clásicos: Steely Dan, Fleetwood Mac, Creedence Clearwater Revival y, sobre todo, Eagles.
Fue entonces cuando los californianos se convirtieron en nuestros compañeros de carretera. Y qué compañeros. Era inevitable caer rendido ante su música mientras cruzábamos montañas, cerros y arbustos. Sus canciones eran más que sonidos; eran paisajes, emociones, historias que acompañaban el ritmo del viaje. Recuerdo claramente escuchar «Take It Easy» mientras el camino parecía alargarse hacia el horizonte infinito. Esa canción, con su mensaje de ir con calma, se convirtió en nuestro himno no oficial del trayecto.
Y luego estaba «Lyin’ Eyes», perfecta para esos momentos en que el sol comenzaba a ocultarse y el cielo se teñía de oro y violeta. Era como si la música y el paisaje se pusieran de acuerdo para regalarnos una postal sonora y visual que jamás se borraría de mi memoria.
Pero la experiencia que aún me eriza la piel fue una noche en medio de la carretera, lejos de todo, rodeado únicamente de un manto infinito de estrellas. Detuvimos el coche, bajamos y miramos hacia arriba. La bóveda celeste era tan brillante, tan majestuosa, que parecía que podías estirar la mano y tocarla. En ese momento, sonaba «Take It to the Limit», esa balada que parecía hablarnos directamente, animándonos a ir más allá de nuestros límites, a soñar en grande, a atrevernos. Fue la primera vez que entendí lo pequeño que soy en el universo y, al mismo tiempo, lo afortunado que era por estar allí, en ese instante perfecto.
Todo esto regresa a mi mente cada diciembre y enero. Las carreteras se llenan, las familias salen de vacaciones, y no puedo evitar preguntarme: ¿Qué música acompañará a todos esos viajeros? ¿Qué historias estarán escribiendo con cada kilómetro recorrido? No lo sé, pero estoy seguro de que, al igual que yo, muchos llevan consigo un soundtrack para el camino, canciones que marcarán su vida, que se convertirán en el recuerdo que algún día contarán con una sonrisa.
Para mí, Eagles siempre serán los reyes de la carretera, la banda sonora de los paisajes mexicanos, de los cielos estrellados y de los amaneceres mágicos. Y aunque tuve la mala fortuna de no poder verlos en vivo cuando vinieron a Monterrey, su música me acompañó en los momentos más libres y auténticos de mi vida, aquellos kilómetros en los que lo único que importaba era el camino, la compañía y, por supuesto, las canciones.
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