Por Rafael Zamudio
Llegué a Zorn como se llega a un culto: por la certera recomendación de un fanático durante un momento de debilidad. No entendía aún la magnitud de las heridas que buscaba sanar por medio de la música, casi abismales en algunas regiones remotas de mí. Cañones de incertidumbre, riscos, paredes verticales de piedra filosa y agua helada, salpicados aquí y allá entre ciclópeas extensiones de desierto arenoso. Mi interior reflejaba el desierto donde crecí. Y como abajo, arriba.
Nací y crecí en Tijuana. No hubo un momento donde no me sintiera extranjero, donde no escuchara un lejano llamado. No me importaba lo que ese llamado dijera, sino que estaba dirigido a mí, que me invitaba. Tuve que irme a vivir a otro país y volver para que mis párpados espirituales se despegaran y sólo entonces empezar el reconocimiento: las ruinas las llevo dentro.
Entonces fue cuando conocí a Zorn. O cuando me fue presentado. O, más bien, cuando fui iniciado en su culto. Poco antes, las últimas gotas de un poderoso optimismo que me caracterizaba se evaporaron. Me hundí en un episodio de depresión diferente a los que había vivido hasta entonces. Si antes me bastaba encerrarme una semana o dos, incluso un mes a veces, para después volver a un estilo de vida que podría describirse como “voluptuoso”, tanto en un sentido anímico como hedonista, esta vez nada me jalaba fuera. Fue la primera ocasión en la que no pude sacarme del abismo por mi propia mano.
Entonces me presentaron ante él. Y al estar frente a frente reconocí el llamado. La experiencia del descubrimiento es similar a otras, afines, traumáticas todas: caer en un sanatorio mental tras no reconocerse en una disosiación que dura demasiado; despertar en una isla extraña pero familiar, sin recuerdos de la vida previa al naufragio; abrir los ojos y estar en 1991, durante la tormenta del Niño, atrapado en el cáuce del río Tijuana, con el agua a la altura de las ventanas del coche, un Datsun 89. Zorn es así, un evento en el cuál transmutas.
Siendo más terrenal, quizá no fue la primera vez que escuché a Zorn, ni la segunda ni la tercera, lo que removió mi visión del mundo. Pudo ocurrir hasta el décimo disco, a menos de manera consciente. Es probable que no haya comprendido ni tenido aún la sensibilidad para sentir lo primero que escuché, pues algunas de sus caras están escritas en código que sólo los iniciados y algunos selectos asimilan. Como cualquier culto. Como todo culto. Lo importante es que entré, pasé la prueba, dejé todo atrás y me dediqué de lleno al Zornianismo por varios meses.
Migré, migré de nuevo, en el camino conocí a otros zornianistas, así como inscribí miembros nuevos al culto. En todo ese tiempo no escuchaba otra cosa. John Zorn se volvió mi casa. Lo es hoy todavía. Mi nación de ruinas en el desierto, de escombros, está ambientado por su música y la de sus discípulos. Me habla desde lugares remotos donde habitan los ancestros de mis demonios. También es mi conexión con mis raíces judías borradas, Kostelitztky dixit. Con su proyecto Masada conocí el klezmer, conexión musical que mi espíritu necesitaba.
No es música para todos, John Zorn. Es música para refugiados. Música para el exilio. Para la disidencia espiritual. Zorn es el Midas del avant-garde: todo lo que toca lo vuelve jazz. En toda su música se escucha el vestigio de la decadencia, del mundo en ruinas que heredamos y habitamos. Conjurar, en el centro de todo eso, los Poderes que invocan Zorn y sus discípulos, labor hercúleo de la mente y el espíritu.