Por Rafael Zamudio
Una de las imágenes más vívidas que tengo de mi temprana infancia pertenece a las fiestas de Halloween que celebraba mi familia materna en Tijuana, en las que mi primo Chato aparecía a media noche con tacones, medias de malla, corsé y labial rojo que hacían contraste con su espeso bigote sinaloense. Cuando llegaba mi primo, casi siempre por una puerta trasera como si viniera de un sótano inexistente, las reglas de la fiesta cambiaban. Pese a que se me incitaba a irme a dormir, mis hábitos nocturnos y mi facilidad para escurrirme sin ser escuchado, sumados a mi pequeño porte, me colocaban al final en una posición ventajosa para observar un evento que desaparecería poco antes de que tuviera yo la edad para ser partícipe de ello: el baile de las pelucas y las máscaras. De pronto uno de mis primos sacaba de no sé dónde unas cajas, llenas de postizos de todas las formas y colores posibles, desde las sensuales largas cabelleras lacias a los afros verdes. Había una, que se quedó en mi imaginario como un evento en sí mismo, una torre de queratina emblanquecida que contenía una réplica del Golden Gate. Una vez repartidas las pelucas todos bailaban hasta que concluía la fiesta. Hasta hace muy poco esta imagen se mantuvo latente en mi memoria, dormida. Cuando despertó no pude sino darme cuenta de dos cosas. La primera, que mi primo Chato se disfrazaba siempre de lo mismo (de travesti); la segunda, que no era la máscara del disfraz lo que les permitía actuar como no actuaban en ningún otro momento, bailando hombres con hombres y mujeres con mujeres, acto que parece tan simple pero no lo es para una familia ranchera, bronca, sinaloense, sino la peluca. Era el postizo, esa cabellera de fantasía, lo que les otorgaba la verdadera transformación y convertía por un par de horas en seres de otra realidad.
Como dije antes, esta imagen permaneció dormida en mi memoria por mucho tiempo, hasta hace muy poco, cuando leí Historia descabellada de la peluca (Anagrama, 2014) de Luigi Amara. Llevaba casi medio libro cuando tuve que detenerme para recordar de manera vívida a mi primo, ahora agente de Inmigración y Aduanas, igual de bigotudo, acomodándose una peluca a la Jackie O para dejar de ser Chato y convertirse en otra cosa ante los ojos de la familia. Envidié esa capacidad para transformarse que otorga la peluca, que tienen los que poseen colecciones enormes de prótesis craneales. Por primera vez en mucho tiempo sentí la frustración de no tener cabello sobre la cabeza. Pero contraria a la angustia que sienten otros calvos, la mía no se debía al adelgazamiento de mi densidad folicular, sino a la imposibilidad de elegir, cada día, una identidad distinta desde el armario en base al cabello. «Si me hago de una colección de pelucas puedo ser otro cuando quiera», pensé.
Conforme leía el libro y me daba cuenta de que se trataba no sólo de una historia de la peluca sino también de las prótesis, de la capacidad de reinvención del ser humano, de (parafraseando a Luigi Amara) una contrafilosofía de lo que la filosofía no se atreve a reflexionar por ser un supuesto tema banal, me di cuenta de que si bien la peluca es apenas uno de los tantos dispositivos con los que contamos para personalizar nuestra apariencia, es también uno de los principales y quizá el más antiguo de todos. En ese momento me pareció hasta ridículo que, como se menciona en uno de los capítulos dedicados a los siglos de las grandes pelucas europeas, los filósofos que usaron peluca no se detuvieran a reflexionar sobre el ritual diario de colocarse la cabellera artificial sobre la cabeza.
Para cuando terminé Historia descabellada de la peluca sentí que existía en mí un vacío. Recordé todos esos libros de ensayo que había tenido que leer durante la carrera de Lengua y Literatura, de todas esas repeticiones temáticas, sobreabundancia de cuestionamientos idénticos y de fórmulas enquistadas de hacer filosofía. Me pregunté con mucha seriedad en qué momento olvidé que hacer ensayo, incluso literario, era algo que no tenía límites, que podía (y debía) abarcar los temas menos convencionales, en apariencia, pero que tratan en realidad de las cosas con las que tenemos una relación más íntima y, por tanto, secreta.
Fue refrescante recordar que existen libros que se atreven a profundizar en estas cosas. Que para lograr un cuestionamiento real de nuestra cultura tenemos que hurgar en los actos que nos parecen más cotidianos y banales, pues a diferencia de los «grandes temas» son estos los que forjan la estructura de los grandes movimientos. ¿Cómo, que el usar peluca es una excentricidad, un acto de vanidad y nada más, que no hay en ello un poderoso trasfondo político del cual la filosofía contemporánea no debería preocuparse porque hay temas «más inmediatos»? Bastaría leer los últimos textos de Historia descabellada de la peluca para anular esta idea. Recordar que al fondo de la Revolución Francesa hubo un descontento por el gasto excesivo de harina con el que se empolvaban las costosas pelucas aristocráticas, incluso que el desuso consecuente de la peluca a nivel mundial se debió a una protesta revolucionaria, un desdén tan marcado que ni siquiera dos siglos y medio después hemos vuelto al uso general de postizos porque hay ciertos tabúes asociados a ellos cuyo origen se desconoce por la mayoría. Sin embargo hay otras modas, menos estigmatizadas pero igual de costosas, como el implante de cabello o el tatuaje israelita (que no se atreve a ser llamado así) que asemeja folículos capilares para tener «un look rapado en vez de un look calvo».
Quizá el panorama ha cambiado, como apunta Luigi Amara en Historia descabellada de la peluca. Puede que si llega otra era de cabello artificial en algún momento no se asocie con una ruptura y caída de un sistema político, como ocurrió en Roma y Francia. Puede que, ahora, usar pelucas sólo esté relegado a esas fiestas libertinas en las que la transformación y el desapego de las convenciones sociales se desvanece al quitarse la cabellera postiza. Eso no hace que este libro de ensayos sea menos válido ni menos refrescante, sino que lo hace una especie de prótesis para cubrir el cerebro en las épocas de estériles inviernos ensayísticos a los que nos sometemos, quizá por voluntad propia, quizá porque se nos olvida que somos humanos y que es nuestra naturaleza transformarnos todos los días, frente al espejo, antes de empezar nuestra rutina diaria.