Por José Juan Zapata
Es una tarde de primavera y estoy arribando en barco a la ciudad de Buenos Aires.
Barco es un decir, ya que es uno de los muchos catamaranes que unen la capital de la República Argentina y la ciudad de Colonia del Sacramento en Uruguay. No son tantos lugares en el mundo en los que uno puede permitirse el lujo de arribar a un país por vía marítima. He transitado muchas veces la ruta y siempre me conmueve la manera en que el skyline porteño va apareciendo poco a poco entre el horizonte del Río de La Plata.
Hace un siglo, el barco era la única manera de llegar hasta este rincón del mundo. Y así lo hicieron millones de inmigrantes europeos que fueron un aporte determinante a la cultura de Buenos Aires. Hay una hermosa escena inicial de Venimos de muy lejos, una obra teatral que montan los vecinos del barrio de La Boca en la compañía Catalinas Sur: En el escenario: la proa de un barco. Luz tenue. La proa se abre por la mitad y un grupo de viajeros cansados, maleta en mano, cantan: “Venimo de l’Europa, del hambre, de la guerra / Dejamo nostra casa, dejamo nostra terra / Traemo la nostalgia, traemo la alegría / Venimo a la Argentina ¡Queremo laborar!”.
Un chiste -que como todo buen chiste, pasó a convertirse en una especie de mito fundacional- dice que los argentinos descienden de los barcos. Después de mucho tiempo -y mucho trabajo académico y militancia- el imaginario argentino empezó a reconocer la presencia de los “pueblos originarios”a la historia nacional. Los nuevos billetes de 100 pesos con la efigie de Evita conviven con los antiguos de Julio Argentino Roca, figura polémica, cuya Campaña del Desierto es señalada por muchas corrientes como el gran genocidio indígena del siglo XIX.
Pero el chiste -que como todo buen chiste, también tiene algo de verdad- nos dice también que la memoria de muchos argentinos sigue anclada en un ancestro que un día bajó, cansado y empobrecido, de un barco llegado de Europa.
Una parte esencial del día a día porteño es italiano: el helado, la pizza, la pasta, el café, el acento no nos dejarán mentir. Pero limitarse a eso es quedarse en la superficie. Basta ir hasta el barrio de Liniers para no sentirse tan lejos de La Paz, constatar que virtualmente cada tiendita de la esquina es de chinos, o que cada vez hay más africanos vendiendo bisutería en las esquinas.
Es como pensar que el tango es el pulso musical de la ciudad cuando lo que la hace vibrar es la cumbia. Curioso: ambas músicas cruzadas por migraciones, mezclas y diversidades, donde laten lo europeo, lo negro y lo “criollo”.
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Luego de hermoso paisaje de la ciudad desde el río, el barco llega a la Dársena Norte.
Las terminales marítimas porteñas no tienen mucho encanto. Son un no-lugar como cualquier aeropuerto del mundo. Pero en el otro lado de la dársena un edificio antiguo se yergue, con una cara hacia los rascacielos de la ciudad de Buenos Aires, y otra hacia las aguas del Río de la Plata.
En el primer piso hay una oficina que no es muy diferente a cualquier oficina de gobierno en América Latina. Asientos, ventanillas con burócratas malhumorados y pantallas que anuncian turnos. Hay también una imagen de Néstor Kirchner, y una leyenda: “En la Argentina de hoy sólo será irregular quien quiera serlo”. Es una de las oficinas de la Dirección Nacional de Migraciones.
Hace cien años el mismo edificio ya estaba ahí y en el primer piso también había burócratas. Pero eran un poco distintos. Estos se dedicaban a servir el desayuno. A los recién llegados les sorprendía el mate, una infusión que jamás habían probado. La mayoría eran de Italia, o españoles. Otros eran judíos de Europa Oriental, o franceses. Todos estaban ahí, recién llegados a la Argentina, en un hogar temporal, ya que el edificio era el Hotel de Inmigrantes. Una institución que los recibía y se encargaba de ayudarlos en la integración al país.
Pero hoy, en 2016, en el tercer piso de aquél viejo hotel hay un museo. Probablemente no sea el primero que aparezca en la guía turística cuando uno visita Buenos Aires, pero es uno de los más conmovedores. Antes de subir hay una pequeña librería y cafetería, y un módulo donde los argentinos pueden consultar con su apellido una base de datos para -dado el caso- conocer en qué año y en qué barco llegaron sus ancestros al país.
El Hotel dejó de funcionar como tal en los años cincuenta. En los ochenta se abrió ahí un Museo de la Inmigración. En 2013 la Universidad Tres de Febrero renovó la propuesta museográfica y habilitó espacios para muestras de arte contemporáneo. El resultado es un espacio atractivo, en un lugar cargado de significación, ya que en el mismo edificio conviven el museo y oficinas gubernamentales que todavía gestionan asuntos migratorios.
Pocos países en la actualidad cuentan con la política de inmigración tan amable como la de Argentina. En una época de muros, crisis de refugiados, visas e inmigración ilegal, el trámite de radicarse en este país es uno de los más sencillos del mundo. Pero no siempre fue así. Terminada la oleada migratoria de inicios del siglo XX la legislación fue tornándose más restrictiva hasta desembocar, durante la época de la dictadura, en la Ley Videla. Esta, al igual que la ley actual de la mayoría de países del mundo (México también, por supuesto), criminalizaba la inmigración irregular. La ley que rige ahora en Argentina es de 2004 y es considerada un ejemplo por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Pero no significa que todo sea fácil para los recién llegados. No lo fue para los italianos y españoles pobres hace cien años. Y no lo es para los miles de inmigrantes que por distintas circunstancias nos hemos radicado en el país en este siglo. La residencia no implica un trabajo y hay que salir a ganárselo. Los mexicanos somos bastante queridos, pero en el imaginario argentino hay un profundo desprecio hacia los países limítrofes. Basta leer los comentarios de cualquier nota de prensa que hable de villas y delincuencia, o escuchar uno que otro cantito futbolero que no deja muy bien parados a los bolivianos.
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Salgo de la terminal para perderme entre la inmensidad de los barrios porteños. Palermo, Almagro, Recoleta, mi barrio. Buenos Aires es una de las ciudades argentinas más turísticas y con mejor nivel de vida de América Latina (aunque cualquier porteño te diga lo contrario). Al sur de la ciudad hay una calle donde un turista seguramente está tomándose una foto en este momento. Se llama Caminito, en el colorido barrio de La Boca.
El barrio toma su nombre de la desembocadura del Río Matanza (llamado Riachuelo) en el Río de la Plata. Este fue el lugar del primer puerto de la ciudad y el barrio donde se establecieron millones de inmigrantes a inicios del siglo XX. Sobre todo italianos. Habitaban vecindades precarias, llamadas “conventillos”, hechas con chapas y madera, y pintadas con colores vivos, con los sobrantes de la pintura de los barcos. Aquí surgió uno de los clubes de futbol más célebres del mundo, Boca Juniors, cuyo estadio aún se yergue, monumental, entre las casitas del barrio.
Con el tiempo, algunas calles fueron recuperadas y se habilitó un paseo turístico que tiene más de escenografía que de realidad. Unas cuantas cuadras más allá de Caminito, la verdadera Boca late con sus calles decadentes y su fama centenaria de barrio bravo.
Catalinas Sur es una compañía teatral hecha por vecinos del barrio, y una de sus obras más emblemáticas es Venimos de muy lejos. Esta surgió tras recolectar las historias de los vecinos de mayor edad, un trabajo de memoria colectiva que nos lleva de vuelta a esa gran época de inmigraciones europeas, y de tanto en tanto vuelven a montarla en el galpón que usan como foro teatral. Venimos de muy lejos cuenta con una hermosa adaptación al cine. Es una mezcla entre ficción, documental y metateatro. En ella intervienen los espacios urbanos de La Boca para potenciar significados de la obra. La versión fílmica tiene un final aún más simbólico: Entrevistas con los inmigrantes latinoamericanos que a diario van a hacer trámites a los viejos edificios de la Dársena Norte.
Porque en el Hotel de los Inmigrantes no sólo hay una ventana que da hacia el eterno Río de la Plata, y otra que da hacia los rascacielos del barrio de Retiro. Y no sólo hay un mostrador donde una joven consulta tu apellido en una base de datos de barcos de hace cien años, ni vitrinas donde se exhiben documentos y maletas corroídas por el paso del tiempo. No. En el Hotel de los Inmigrantes también hay una ventanilla donde una persona te pide el pasaporte, cartas de no antecedentes penales y comprobantes de domicilio. Y te da un papel, una residencia precaria. Porque sí, eres legal en este país, y sí, hay un espacio “para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”, sí en un barco, o en un avión, como yo he llegado.
*Texto originalmente publicado en posdataeditores.com, en 2016.