Por Rafael Zamudio
Cada vez que me subía a una báscula la aguja registraba dos kilos menos que la vez anterior. En total, en dos meses, había perdido treinta kilos de cuerpo. No, «perdido» no es la palabra adecuada. No «perdí» esos cortes de tocino, chamorro, suadero, lomo, espaldilla humana. No fueron «perdidos», como si se mudaran de pronto a una dimensión extraña sin que me enterara. Lo que pasó fue que los comí. Me alimenté de ellos. Fueron mi sustento y cobijo durante esos dos meses, así como los últimos quince kilos lo serían durante el tercero.
«¿Tienes hambre, quieres comer algo?» Nadie que me conociera me saludaba de otro modo. Y yo nunca contesté diferente. Siempre tenía hambre. Siempre me dolía el estómago. Siempre me sentía débil. Siempre tenía sueño. Aunque en realidad no siempre. Había momentos en los que lo olvidaba. Momentos largos, de tres o cuatro días, en los que dormía de corrido para preservar energía. Despertaba a ratos: sentía mucho frío. Entonces encendía un cigarrillo para calentar la habitación. Fumaba casi al hilo, dos o tres cigarrillos en una sola bocanada, bebía un poco de agua y volvía a dormir, envuelto en la sábana que me regaló mi casero para que no me picaran tanto los mosquitos. Cuando despertaba de manera definitiva salía a caminar. De cacería.
Caminaba con la mirada en el piso, siguiendo las huellas de mi presa. Conocía bien sus madrigueras. Los mejores lugares eran afuera del hospital Álvaro Obregón y de los bancos. Con suerte, entre la arena de los ceniceros de aluminio podía encontrar colillas que bien podían llamarse cigarrillos, descartadas tras apenas una o dos fumadas por el familiar nervioso de algún pobre desdichado en la camilla seis de Cuidados Intensivos. Afuera de los bancos la suerte era similar. Mucha gente fumaba haciendo fila para el cajero y lo tiraba cuando le tocaba cruzar el umbral para extraer su sueldo. También las estaciones de metro y de metrobús eran buena fuente de colillas, aunque rara vez debía recorrer más de una calle para llenar mi bolsillo y resultaba innecesario caminar hasta allá. A veces salía con Chimino. Lo llevaba a dar la vuelta a la manzana, lo dejaba cagar afuera de algún restaurante y, cuando alguien se acercaba a acariciarlo, le pedía un cigarrillo. Nadie nunca me dijo que no fumaba.
Una vez resuelto el problema de la calefacción seguía con la pesquisa. Me acercaba a botes de basura, a las trastiendas, a las taquerías. Un movimiento rápido bastaba para recoger media torta, un pedazo de pizza, medio taco o una quesadilla desechada por alguien que ya se había llenado o que debía volver a prisa al trabajo. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que nadie lo notaba, que a nadie le importaba, pero para poder entenderlo primero tuve que perder la vergüenza. Nunca voy a olvidar ese momento.
Fue la primera vez que decidí recoger colillas. Me había fumado el último cigarrillo la noche anterior. Estaba nublado. Tenía frío. Me encontraba sentado en una banca del camellón de Álvaro Obregón, casi en el cruce con Tonalá, cuando una mujer de traje verde crema y tacones pasó frente a mí. Hablaba por celular. Trataba de sacar algo de su bolso. El cigarrillo que fumaba, un Benson dorado manchado de labial rojo, se lanzó al vacío desde sus dedos. Lo miró con desprecio, hizo un par de movimientos complejos y apretados, sacó otro de su bolso, lo encendió y siguió su camino, forcejeando todavía por extraer lo que fuera que estaba buscando en primer lugar. Miré el cigarrillo, al lado del bote de basura, casi nuevo, consumiéndose a sí mismo. Quería recogerlo pero me daba vergüenza que alguien me mirara hacerlo.
El efecto de la mariguana que había fumado en la mañana, entre muchas razones, para no sentir el síndrome de abstinencia, se disipaba y un malestar se acumulaba en mi seno frontal, justo en el centro de mis ojos. Podía hacer como que tiraba algo en el bote de basura y agacharme de manera disimulada para recoger la colilla. Sólo había que esperar a que se alejara un señor rubio con dos niñas aún más rubias. Lo pensé durante lo que se sintió como una eternidad, en lo que el cigarrillo alcanzó a consumirse el equivalente a tres bocanadas. Tres bocanadas que pudieron ser mías. Me levanté. Fui al bote de basura, hice como que tiraba algo y recogí la colilla. Giré en todas direcciones y me di cuenta de que nadie me miraba.
Miré el cigarrillo. Benson no era mi marca favorita, pero era mejor que nada. Volví a comprobar que nadie me miraba y le di una deliciosa y larga fumada que me llegó hasta el fondo de los pulmones. Lo retuve como si fuera mariguana, dejando que me calentara, que me llenara de vida, exquisita tóxica vida. Sentí cómo la nicotina se apresuraba por mis arterias, cómo recorría todo mi cuerpo para asentarse en mi cerebro, justo en mi lóbulo frontal. Empezó a disiparse la sensación de ansiedad. Y entonces, en la segunda calada, cuando comenzaba a sentirme mejor, mi estómago disparó la señal del hambre. Un piqueteo agudo en el plexo solar que me hubiera doblado del dolor de no ser porque ya me había acostumbrado a mantenerme de pie cuando lo sentía. Un fuerte mareo se apoderó de mí. Me recargué en el bote de basura y miré al fondo. Y ahí, justo en el fondo, se encontraba la respuesta: medio sándwich de Oxxo en su empaque, flotando sobre una bolsa de papel kraft.
Lo miré como un gato atento al patrón de vuelo de un ave y con la misma destreza sumergí mi brazo, lo cogí y lo llevé al bolsillo de mi chaqueta. Caminé a prisa, de vuelta a la banca, a cerciorarme de que nadie me había visto. En otra banca, media calle más allá, una pareja de adolescentes se besaba. En la esquina una vieja esperaba el cambio de semáforo para cruzar la calle. Una horda de hombres trajeados caminaba rumbo a las oficinas en dirección a Jalapa. Nadie me miraba. Y si acaso alguien lo había hecho no tenía tiempo como para causarle más que una impresión pasajera.
Llevé mi mano al bolsillo para comprobar que la mitad del sándwich seguía ahí, que no se había transportado por un portal invisible a otra dimensión. Repasé la textura del plástico que lo protegía del mundo y sentí un placer abarcador, inaudito. Ahí, en mi bolsillo, yacían dos trozos de pan, una rebanada de jamón, otra de queso. Carbohidratos, proteínas y grasas. Comparadas con el medio plato de arroz que comía cuando comía me encontraba ante un festín. Recordé entonces que en mi bolsillo aún había ocho pesos de la última vez que tuve un billete de cincuenta. Fui al Oxxo y compré una Coca-Cola de vidrio. Cuando salí vi que sobre el bote de basura, en la tapadera de aluminio, alguien había apagado un cigarrillo a la mitad. Lo recogí y volví a la banca. Saqué el empaque de plástico de mi bolsillo, extraje de él el sándwich en perfecto estado y lo comí. Nunca había sentido tanta felicidad en mi vida. Después disfruté del medio cigarrillo con mi Coca y me quedé ahí, escuchando a los pájaros cantar.
Con el tiempo me volví experto. Empecé a mirar con desdén a los comensales de Álvaro Obregón, a todos aquellos que gastaban quinientos pesos en una comida y ni siquiera se terminaban sus platos. Con quinientos pesos podía vivir tres meses si lo administraba bien. Doscientos para mariguana, cien para cigarrillos, doscientos para arroz, lentejas, huevos, ajo, chile seco y algunas especias. Dejé de tomar café salvo cuando un amigo me convidaba una taza. Dejé de interesarme en comprar cualquier cosa. Caminaba a cualquier lugar, así me tomara cinco minutos o tres horas llegar. Para escribir me bastaban los cuadernos que me había llevado de Tijuana, la computadora. Nunca fui tan feliz de haber comprado un Kindle hacía tantos años.
No faltaba, entre mis amigos, quién me dijera que esa no era una forma de vivir. Que malgastaba mi tiempo. Que necesitaba conseguir un trabajo, un apartamento de verdad. Les decía que sí, que seguía enviando mi currículum a todos lados pero que todavía no me llamaban de ninguno, cuando en realidad nunca había buscado. Era imposible explicarles que si necesitaba o quería ir a algún lado tenía dos piernas que me podían llevar. Que si tenía hambre había suficiente comida esperándome por toda la ciudad, olvidada en la barra de una taquería o en un bote de basura. Que si necesitaba cigarrillos había incontables colillas, más que habitantes, desperdigadas por todas las aceras de la ciudad. Que con la mariguana no faltaba con quién compartir un churro. Que el alcohol no me interesaba en realidad ni me interesaba sentarme en una mesa entre cascarones humanos carentes de voluntad a engullir un trozo de carne vieja y mal cocinada por el mismo precio que diez kilos de arroz. Que tenía veinticuatro horas libres cada día para escribir, para leer, para caminar, para observar, para escuchar, para sentir, para hacer nada, todos los días. Que era libre, en verdad libre, que no estaba sujeto ni esclavizado a nada, a nadie.
«¿Tienes hambre?», me preguntaban, «¿ya comiste hoy?» «Siempre tengo hambre», les contestaba, «siempre puedo comer algo». Para mí esa respuesta significaba la aceptación de una condición nomádica, de un despojo de las frivolidades de la civilización en pos de la virtud de vivir cada momento. El hambre me hacía sentir una vitalidad que había desconocido toda mi vida, me había enseñado el valor vital del cuerpo, lo nutricio de cada bocado. Para mis congéneres representaba una carencia, una ausencia, una especie de tristeza profunda que me había llevado a malvivir y a sumirme en una depresión tan radical que ni siquiera me permitía moverme para buscar un trabajo, que me mantenía al margen de la sociedad, de la producción, del progreso del que todos ellos eran parte y por eso, precisamente por eso, veían en ellos la necesidad de «ayudarme», de darme un bocado y aleccionarme para que saliera del agujero, para que encontrara en mi interior la fuerza para reincorporarme al «mundo real» del que ellos eran parte. Nunca traté de disuadirlos ni de explicarles nada, para mí eso era irrelevante. Eso no significa que no apreciara su preocupación y su caridad, sino que entendía la posición en la que me encontraba y representaba con lealtad mi papel. En el fondo yo me encontraba feliz conmigo mismo.
II
Una mañana Santiago apareció en la puerta de mi cuarto. Me puse unas bermudas y quité el cerrojo. «Pasa», le dije frotándome los ojos, a lo que él contestó: «te invito a desayunar». Me preguntó si tenía agua y le señalé un bote de diez litros sobre la cajonera. Le quitó la tapa y lo levantó con ambas manos, llevándola a su boca. Me pareció ver cómo se bebía la mitad de un solo trago. «No tienes idea de la sed que traía, hermano.» Hice lo mismo después de ofrecerle mariguana para que forjara un porro. Después fumamos, bebimos más agua y bajamos a la cocina. Hablamos de literatura, de cualquier cosa. Me enseñó un libro de Henry Miller que se había robado de no sé qué librería. «Tienes que leerlo, es todo lo que hay», dijo. Black Spring. «Pero me lo devuelves porque quiero regalárselo a una chica que conocí el otro día.» Le pregunté qué íbamos a desayunar. «Vamos con un poeta, es un conocido de Jonás. Tengo una cita con él para ver si me da trabajo. Pero como es aquí a dos cuadras en un café pensé que igual querías venir, seguro nos invita algo de comer, un café, un sándwich, algo, qué se yo. Ya conoce bien nuestra situación.» Y por «nuestra situación», claro, se refería a nuestra «hambre».
Lo esperamos en la Plaza Luis Cabrera unos quince minutos. Cuando apareció nos preguntó si ya habíamos desayunado, si teníamos hambre. «Sí, tenemos hambre, pero la cosa es que no tenemos dinero para comprar nada», dijo Santiago. «Faltaba más, yo los invito», dijo. Poco después, con el estómago lleno y un espresso doble cortado frente a mí, me encontraba contestando preguntas. Era la primera vez que alguien me preguntaba sobre el hambre sin que pudiera notar en su tono la más mínima noción de preocupación o lástima. Más bien expresaba curiosidad, incluso fascinación. Me preguntó si escribía sobre eso. Si tenía pensado publicar algo al respecto.
Le contesté que no sabía. Que en esos meses había desaparecido la idea de publicar cualquier cosa, aunque trabajaba una novela con mis editores. Que me encontraba frente a la pregunta constante de para qué publicar, para qué, incluso, escribir. No tenía respuestas. No tenía motivos. Lo único que sabía era que con mis caminatas, con el hambre, sentía un impulso muy fuerte por transcribir mis pensamientos pero que la idea de una estructura, de una imposición sobre ese acto de traducir de la mente al papel, me parecía muy cansada. Después de eso platicamos de otras cosas, luego pidió la cuenta y me regaló su cajetilla y me dio su teléfono. «Te invito a comer a la casa», dijo, «cuando quieras, nomás márcame». Nunca lo hice, aunque me lo encontré varias veces después de eso.
Cuando terminamos Santiago me preguntó si lo acompañaba a hacer las compras. Fuimos a una Bodega Aurrerá en Eje Central. «Aquí me gusta porque todo el mundo anda en la pendeja y nadie se da cuenta de nada.» Paseamos por los pasillos. «Quiero hacer una pasta», dijo, «y necesito también crema dental. Si ves algo que te guste me dices y te lo cojo también». Le dije que también quería hacer pasta. Vi cómo se le quedaba mirando a un espagueti y lo volvía a poner en el estante a la vez que abría el morral y lo dejaba caer. A menos que alguien estuviera a un metro de él, como yo, era imposible descubrirlo. Después lo vi echarse varios paquetes de salsa tomate en los bolsillos, un queso crema, la pasta dental. Después pidió un pan francés en la panadería, hizo fila en la caja y lo pagó. Yo compré una Coca-Cola y salimos. «Toma, también te compré este chocolate», dijo, sacando un Snickers de debajo de la camisa. Después de repartirnos el botín nos despedimos y volví a Álvaro Obregón. Hasta entonces no había considerado la idea de robar para expandir mis capacidades alimenticias.
Lo puse en práctica una semana después, cuando me disponía a hacer la pasta y pensé en que estaría bien echarle unos champiñones. Eran las dos de la tarde. Sabía que esa era la mejor hora para buscar colillas y restos de comida en los puestos porque a esa hora se tomaban el descanso para comer la mayoría de los trajeados de la zona. Fui a un Oxxo en Insurgentes al que nunca iba y comprobé que estaba lleno. Pasé entre los pasillos, sondeando la cámara de seguridad para buscar un punto muerto. Vi que las latas de champiñones estaban en un estante contra la pared, hasta abajo. Fui al refrigerador, saqué una Coca-Cola, me acerqué al área de botanas y tomé unos cacahuates japoneses, luego pasé entre dos personas discutiendo si las Chips realmente eran naturales o pura madre, me agaché y tomé una lata de champiñones Herdez, le di la espalda a la cámara y deslicé todo en mi morral. En menos de dos minutos estaba afuera. Caminé a prisa, sin mirar atrás. Saqué un cigarrillo de los que me había regalado el poeta y que administraba para este tipo de situaciones, cuando me fueran más necesarios. Fumé. Me detuve en una esquina. Giré y supe que nadie me buscaba, que nadie se había dado cuenta.
Lo que sentí entonces fue otro tipo de liberación. No se trataba de una cuestión de libertad, de la elección de no poseer para no tener ataduras, sino de la posibilidad de elegir cuándo tener otro tipo de cosas para amenizar la existencia. Ahora podía recuperar fragmentos del mundo de los que me había despojado en pequeñas dosis, con fines prácticos, placenteros. Podía obtener especias de este modo. Ingredientes. Pequeños trozos de vida. Si una torta estaba tirada en la calle era de nadie, lo mismo que una lata de chícharos en el estante de un supermercado. Pero había que ser austero, me dije, inteligente, apegarse a ciertas reglas, a mantener ciertos límites. No me interesaba convertirme en un ladrón profesional, en robar perfumes ni zapatos caros ni nada por el estilo. Acaso un libro de vez en cuando. Un poco de jamón. Una lata de aceitunas.
Ese día había perdido toda la vergüenza, lo que me quedaba de ella. Ya no había nada que me causara pena, nada que me ruborizara. Podía pedirle al mundo que me echara una mano, que me diera algo para comer, que me regalara una moneda. Podía salir descalzo a la calle a buscar comida en la basura, colillas en el piso, a robarme un kilo de arroz. Podía hacerlo, porque al perder la vergüenza se adelgaza el ego. ¿Qué es la vergüenza sino la vanidad misma, el miedo a hacer el ridículo? Quien no tiene vergüenza, aprendí ese día, no puede ser humillado.
Pero la vergüenza, me enteraría después, vuelve tarde o temprano, en un descuido, cuando se enfrían las novedades y se asientan las rutinas. Pero de eso hablaremos en otro día.
Escritor y editor (Tijuana, Baja California, 1985). Ha sido ganador de la beca del Fondo Nacional Para la Cultura y las Artes (2010) y el PECDA de Baja California, en dos ediciones (2008 y 2011). Su obra literaria ha sida publicada en distintos medios impresos y electrónicos, como las revistas Picnic, Posdata y Crítica. Actualmente escribe en la revista digital Posdata.
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