Por Rafael Zamudio
Me es muy difícil, ahora, contar el año que viví en la Ciudad de México. Quizá por esto mismo es que quiero hacerlo. Decidí empezar a la manera tradicional: por el comienzo. No hay ninguna razón estética detrás, sólo comodidad. Espero que con el tiempo eso facilite las cosas. Lo que quiero narrar en esta columna no es mi visión de la Ciudad de México como foráneo ni mis experiencias en ella. No me interesa hacer el retrato de una ciudad que se ha dedicado a retratarse a sí misma tanto por sus nativos como por sus visitantes como por los que se quedaron. Lo que me interesa es el ejercicio de narrar un ciclo que por casualidad o destino, según la perspectiva, duró exactamente un año, así como explorar en mi memoria las transformaciones que me llevaron de mudarme ahí a mudarme de ahí. Dicho esto, comienzo.
La cosa es que cuando llegué no tenía intenciones de quedarme más que tres semanas. No sé en qué momento germinó la idea de no volver a Tijuana, cosa con la que llevaba varios años fantaseando, en cada viaje a cualquier otra parte. Lo que conozco es el instante preciso en el que me iluminé y la idea se volvió un acto. Fue en una librería en Eje Central, seis días después de bajar del avión.
Un par de horas antes, después del abrazo mandatorio tras un par de años sin vernos, R me ofreció medio papel de LSD. «¿Qué plan tienes?», le había preguntado antes de salir de casa de mi editor, donde me hospedaba como en cualquier otra visita a la Gran Capital. «Lavar ropa y meterme ácido, ¿gustas?» Era imposible no aceptar. Caminamos por la Alameda, dejamos la ropa. En los diez o quince minutos que nos tomó el recorrido (tiempo en el que el papel se disolvió en mi boca) me contó sobre S, un chileno que conoció casi por accidente (o casualidad o destino, según la perspectiva) que tenía dos días de haber salido de su casa, donde se había hospedado dos semanas (o dos meses, no estoy seguro). Le pregunté si podía quedarme con él unos días, un poco por la esperanza de más ácido y también porque mi editor ya no era soltero y no quería importunarlo demasiado. Me dijo que sí y decidimos celebrar nuestro pacto con tortas de cochinita pibil, en un changarro cerca de metro Isabel la Católica.
El sol era áspero, blancuzco. Estábamos por llegar al cruce de Eje Central y Madero cuando frente a nosotros apareció S. Se saludaron, me presentaron. Se repitieron preguntas, se repitieron respuestas: lavar ropa, LSD, cochinita pibil. R sacó de su cartera otro pedazo de papel. «Cargo uno de repuesto porque nunca sabes a quién te vas a topar», dijo. Segundos después cruzábamos la calle. S hablaba, no recuerdo de qué. Me distraía el reflejo del sol en la cantera. Volteé para mirarlo. Su cabello era muy largo. Empezó a decir algo que se cortó por un relámpago de sorpresa: vi el papel volar de su boca y perderse entre la estampida humana. R y S buscaban. Yo trataba de cerrar un círculo para que, si no lo había hecho ya, el papel no escapara en la suela de un extraño. «Aquí está», gritó S, llevándolo a su boca como un niño comiendo hormigos. Después vino la cochinita, sin contratiempos. Luego el apartamento de R.
Platicábamos de cigarrillos. Tabaco vietnamita. Hasta entonces no había notado que los dientes de R eran tan horizontales. Nos conocíamos desde hacía tantos años y nunca me había fijado. O que su cabello se compusiera de millones de alambres de fuego. S era una especie de búho humano. Tampoco había notado antes que cuando alguien habla lo que se produce en la mente no son imágenes sino una danza eléctrica. «Siento que me estoy derritiendo», dije. «Es porque eres un gólem, estás hecho de barro», dijo R. Me daba miedo ir al baño a comprobar en el espejo que mi cuerpo era calizo. Mis manos lo eran, era evidente, pero nunca me había dado el tiempo para darme cuenta. «Lo que necesitamos es aire», dijo S, «subamos a la azotea».
En ese momento no sabía que por los siguientes meses me dedicaría, junto a R, a recorrer el centro de la ciudad en busca de azoteas. Con tanto cielo, ¿cómo pensar en el mañana? En las cimas el sol es blanco y la luz se desgaja en los reflejos de las ruinas. Mi cuerpo se erosionaba. La piel que se perdía con el viento llovía sobre la ciudad. Era posible lanzarse al vacío y desparramarse en un charco de pintura sobre los tacones de una oficinista, sobre el cabello engomado de un policía. «En la torre de esa iglesia», dije, «alguna vez asomó un monje del que sólo queda un eco. Él miraba lo que ya no podemos ver: los volcanes, el lago». Fui el monje al decirlo. «Si me carga un águila gigantesco y me deja caer sobre la plancha del Zócalo…» No terminé la frase. Vi al águila sobrevolarnos. El cielo entero un águila secreto. «Si caigo hacia arriba…» No sé cómo pero volvimos al departamento. Poco después S dijo que iba al baño. Salió por la puerta delantera. No volvió.
Pensaba en los volcanes. Si la erupción puede quemar el cielo. Al evaporarse el aire queda un espacio vacío donde respirar es imposible. Un cigarrillo me dio un regusto dulce. Azúcar. Vamos por algo dulce. Qué buena idea. Escaleras. Tacos. Cinco campechanos. Un pasadizo entre dos iglesias. Alameda.
El sol era azul, saludable, indistraible. La horda dispersa, cada universo en su unicidad. Nunca había notado, con tanta claridad, lo aislada que es la mente. Cada cerebro se autorregula. Si se presta la suficiente atención es posible ver detrás de la carne al circuito eléctrico del cerebro, el campo magnético, que para ciertas especies es lo único que puede verse, lo único que es real, lo único distinguible entre toda la materia afectada por la gravedad. La energía es lo que nos interesa. Es posible ver el pensamiento ajeno en forma de electricidad pero no es posible para nosotros descifrar la materia del pensamiento, como tampoco entendemos el lenguaje de nuestros cables ni de nuestros aparatos. Cuando un volcán piensa demasiado: una nube, una tormenta eléctrica. Librería.
Cómo es que los espacios cambian la perspectiva y el mismo flujo del pensamiento es algo que me ha interesado desde hace tiempo. Entrar a una librería cuando el estado de la mente está enaltecido puede ser una experiencia terrible o un campo de epifanías. Para R era un reflejo del subconsciente. Para mí hubo una respuesta a la pregunta que me hacía desde hacía tiempo. Un solo libro hacia el que caminé dando pasos breves a la par que R recitaba títulos y los relacionaba con las conversaciones previas. En un estante al otro lado de mí brillaba una portada negra, letras blancas, una A más alta que las demás cubierta por una flama: Under the Volcano, by Malcolm Lowry.
¿Dónde viviré? Bajo el volcán. Tomé el libro. Cincuenta pesos. R me miraba. «Aquí», le dije. «Viviré aquí, bajo el volcán. No volveré a Tijuana.»
El año que siguió se resolvió a sí mismo en parte bajo una serie de preguntas y respuestas que surgían del LSD y la mariguana, sobre todo, y en algún punto también del yagé. Es un año que recuerdo como si hubieran sido muchos años. Un año de caminar y de buscar momentos para activar la mente más allá de la inconciencia diaria. Hoy pensé en esto esto porque es el cumpleaños de Malcolm Lowry, quien habría cumplido 106 años de no morir prematuramente a los 48 y de haber sido una persona excepcionalmente longeva.
Busqué esa novela, en inglés, durante muchos años. El azar quiso que nunca la encontrara en las librerías de San Diego, que no fuera hasta ese día en la Ciudad de México, cuando me preguntaba si quedarme a vivir ahí o no, que me lo topara. También pudo ser el destino, según la perspectiva, aunque yo no creo en esas cosas. En esos días, recuerdo, el Popocatéptl lanzaba fuego. Alerta roja. Dos semanas después iría a Puebla y pasaría bajo el volcán en llamas, bajo una nube de ceniza y una tormenta eléctrica. Eso no lo sabía entonces. Entonces sólo sabía que necesitaba encontrar un apartamento, un trabajo, algo, cualquier cosa.