Por Daniel Espartaco Sánchez
Hasta puedo imaginar la reunión de ejecutivos de Max Latinoamérica: señores, como ustedes saben, hay una guerra del streaming y Netflix tiene los derechos de Pedro Páramo y Cien años de soledad. No podemos quedarnos atrás, ¿qué necesitamos? La respuesta es realismo mágico. El realismo mágico nunca pasa de moda, ¿saben? Hay un montón de gente allá afuera que demanda realismo mágico. Una producción de época, por todo lo alto, con algo que ya esté probado. ¿Qué tal Como agua para chocolate? Denme el número de la señora Esquivel. Pero hagamos una serie. El público quiere series, el público necesita series. ¿Votos a favor?
Y nosotros que pensábamos que el realismo mágico ya era cosa del pasado…
Y seamos objetivos, resulta injusto y muy fácil comparar un libro con su adaptación al cine o a la televisión, un pasatiempo muy extendido entre los ociosos. Comparar Como agua para chocolate de la señora Esquivel con la adaptación de Max resulta irrelevante, incluso aún más irrelevante comparar ésta con la adaptación de Alfonso Arau de 1992. Tomemos este producto, por lo tanto, con una mirada fresca.
¿Qué es Como agua para chocolate, estrenada a principios de este mes en la plataforma Max? Las cosas como son: una telenovela. Sólo que ahora las telenovelas se llaman series porque suena más moderno, supongo. Esta “serie”, como muchas otras que han salido últimamente en América Latina, es un subproducto de la telenovela, cuyos capítulos tienen una duración un poco más larga. Parece que los ejecutivos de estas productoras y plataformas consideran que no vale la pena arriesgarse con Latinoamérica, puesto que la telenovela forma parte de nuestro hipermetilado ácido desoxirribonucleico. Por lo tanto, no hay que esperar nada de Como agua para chocolate, salvo un poco más de dinero en la producción: mejor vestuario y decorados, etcétera. Pero, aunque la mona se vista de seda, mona se queda. La serie no pudo dejar de recordarme a esas producciones de hacendados criollos que tanto le gustan a Televisa, en donde la familia de ricachones desayuna papaya, jugo de naranja, huevitos y tortillas en folclóricas vajillas de barro.
El género exige, por supuesto, una galana muy galana y muy sufrida, ojizarca de preferencia. Un galán también güero, muy bueno y muy sufrido también, y medio tonto. Una antagonista muy mala, sin claroscuros, etcétera. No te quieres encontrar a Mamalena en un oscuro callejón con todo el maquillaje que gastaron para afearla. Incluso hay escuelas para escribir estos bodrios, yo estuve en una. El reparto debe de componerse de morenitos, una hermana güera y desabrida, envidiosa, otra inexplicablemente morenaza y audaz. Los criados fieles y sufridos, la nana que lleva consigo toda la sabiduría de la tribu y que pasa sus conocimientos a la galana, que, a pesar de no compartir con ella fenotipo alguno, al menos es gentil con todos, a lo Cenicienta. De verdad que extrañé al criado que mete la nota cómica, como el Pocholo y Gumara en Papá Soltero o los Botellitos de Jerez en Alcanzar una estrella. ¿Quién sabe, a lo mejor es falla de origen? Lo que sí deben ostentar todas las versiones es el peor plot device de todos los tiempos. A Pedro Muzquiz se le niega casarse con Tita, la galana, y toma la imbécil decisión de casarse con la hermana de la galana para seguir viendo a la galana. Situación que, me imagino, podría llegar a ser jocosa más allá del incesto de segundo grado de no ser porque en la versión de Max se nos viene el mundo encima. Qué tragedia. Mejor róbatela, Pedrito, no seas tan torcido. Es decir, ¿de verdad crees que me voy a creer que para no faltar a las convenciones sociales de la época vas a cometer incesto en segundo grado? A lo mejor así se acostumbra en Coahuila. Como agua para chocolate es una producción de Max (para eso pagamos la suscripción más cara del mercado), por lo que el plus son un montón de revolucionarios a caballo, una subtrama que implica conspiradores maderistas, y una fastuosa boda entre la hermana de la galana y el galán, y la famosa escena del pastel de bodas en donde Tita vierte sus lágrimas al prepararlo, por lo que trasmite su propio sufrimiento en todo aquél que lo prueba, que son casi todos. Vaya manera de arruinar una boda, mi tío Ignacio con media botella de brandy se queda muy corto.
Tengo años escuchando que ver series es como leer libros, que vivimos en una época de oro de la televisión, que la revolución comenzó con Los Sopranos y The Wire de HBO, ahora Max. Me divierte ver cómo estas plataformas nos consideran todavía menores de edad, cómo, por ejemplo, cada una de ellas tiene algún contenido en donde sale Eugenio Derbez, al grado de resultarme inexorablemente ubicuo. Al parecer, para ellos, el público mexicano no ha llegado al grado evolutivo como para merecer contenidos inteligentes. No creo que vaya a ser de otra forma en el futuro, tal vez nunca.
Daniel Espartaco Sánchez (1977). Es autor de varios libros, el último se llama Los nombres de las constelaciones. Ha ganado muchos premios literarios, pero no le gusta presumirlos. Lleva más de un año con la Clínica de Narrativa, un espacio virtual y físico de lectura y reflexión acerca de la escritura creativa. Vive en la colonia Narvarte, el único territorio con el que se identifica hasta el momento.
Imagen: HBO MAX