Por Rafael Zamudio
Hace poco me preguntaba por qué me es tan difícil ahora encontrar libros que me atrapen y no me dejen soltarlos hasta que no queda nada de ellos más que la memoria de haberlos leído, hasta que dejan de ser un objeto ajeno para transformarse en parte vital de mi composición espiritual. Entonces cayó en mis manos Caminar en un mundo de espejos de Andrés Barba (Siruela, 2014) y lo primero que me encuentro, al abrirlo, es una imagen: «Recuerdo una playa de Huelva y a una chica joven que se acercó hasta mí, me pidió que mirara y me hizo un retrato con una cámara Polaroid». La coincidencia no era gratuita. Que la Polaroid se desvanezca con el tiempo y quede de ella «más que los rostros, las sensaciones que provocaron en nosotros», no era nada más una casualidad: el libro me estaba hablando. Lo comprobé más adelante, en el sexto ensayo de la primera parte (la parte «autobiográfica», por así decirlo), cuando Barba narra la sensación de encontrar en la lectura una conexión directa con el texto, cuando encontramos esos libros que atesoramos sobre otros porque parecen habernos llegado como el regalo de un dios benévolo en el momento justo en el que los necesitábamos. La relación con la lectura entonces se vuelve profética, como si desentrañara lo que ahora debemos saber del mundo para enfrentarlo. Para cuando había llegado a este punto de la lectura, cincuenta y cinco páginas, ya sentía que Barba había escrito todos esos textos para mí, para responder a preguntas que me concernían en lo personal, como lector y como escritor.
Quizá ese sexto ensayo, «Encariñarnos con las preguntas. De la lectura como conciencia del otro», fue el que más relevancia tuvo para mí durante el par de horas en el que leí el libro sin parar. Porque en la lectura, según Barba, se nos muestra la vulnerabilidad del otro, más allá de los temas posibles en un libro, y a través de esa vulnerabilidad que se revela en el texto bajo los mecanismos literarios existe no una conexión propia con el autor, sino con nosotros mismos. Por eso, «separada de la vida, o de su integración en la vida, la experiencia de la lectura carece de valor». Se trata de algo análogo al amor, en el que la vulnerabilidad del amante se transcribe al que ama, se expone y se vuelve parte integral del acto de amar o, en este caso, de leer.
La segunda parte del libro, menos autobiográfica en apariencia, mantiene esta premisa que está presente desde la primera frase. Con un lenguaje pulcro y una voz que se lee como en lo profundo de la conciencia, el autor nos lleva de Muhammad Alí a Burroughs, de Sacha Baron Cohen y la risa como herramienta del intelecto al retrato de la desnudez interior de Diane Arbus. A simple vista, leyendo el índice, parece que los temas son tantos que no es posible una unidad. Sin embargo, el libro está escrito con tanto cuidado y genuino amor por la escritura y todo lo que toca, que es más bien una revelación del mismo autor. Hay que tener cuidado en esta aseveración, no caer en la vieja premisa tantas veces derrocada de que el autor se revela por completo en sus textos, pero tampoco en la ilusión contraria de que el autor es una figura literaria retórica lejana al autor real de carne y hueso que vive en un apartamento en una ciudad y que esta mañana tomó café para poder despertar como cualquier otro. El autor se revela, sí, pero lo hace a través de sus intereses, de esa manera muestra fragmentos íntimos de sí al lector. Cuando Burroughs, el gran autobiográfico norteamericano, confiesa ser «un marica» en Queer, lo hace no sin dolor, pues llegar a escribir tal frase en su escritura le ha marcado. «Esta era la gran verdad, y como toda gran verdad resultaba dura de penetración y dura en cuanto a su pronunciamiento», dice el autor.
Pero hay otra cosa detrás de esa frase. Otra cosa que marca una tendencia en el libro y que es la verdadera revelación en el fragmento icónico de Queer, tantas veces citado. No es la frase concerniente a la homosexualidad que abre ese fragmento («Nunca olvidaré el indecible horror que me congeló la linfa de las glándulas cuando la nefasta palabra me quemó el tambaleante cerebro: yo era homosexual.»), sino la concerniente al amor que lo cierra: «Fue una vieja y sabia marica, a quien llamábamos Bobo, quien me enseñó que tenía el deber de vivir y llevar orgullosamente mi “yugo”, a la vista de todo el mundo, para vencer los prejuicios y la ignorancia y el odio con el conocimiento y la sinceridad y el amor.» Si existe tal cosa como un tema central en Caminar en un mundo de espejos es el amor. Pero no el amor romántico, no el amor de telenovela, ni el amor erótico, sino el amor por la vida. Regresemos a esa frase en el sexto ensayo y podemos decir que es también amor por la literatura en su sentido más primigenio: el amor por contar. ¿De qué serviría eso sin una integración en la vida?
Después de esta revelación la lectura se torna íntima: Barba nos cuenta sobre lo que él ama, sobre los personajes que ha estudiado a lo largo de su vida, con los que se ha obsesionado, con los que ha llegado a una conexión profunda. ¿Y por qué ha sucedido esa conexión? Porque todos esos personajes también son seres con un amor real por lo que hacían. Pero no hay que confundirnos, pues como dije, no se trata del amor romántico que sólo enaltece cualidades deformadas por un deseo basado en un constructo social, sino un amor profundo que es capaz de discernir las limitaciones y el alcance de lo que ama, que conoce los puntos débiles y puede señalarlos sin miedo porque no necesita justificación al por qué de su amor, porque su amor por contar es aún mayor y nada va a detenerlo en lograr un retrato fidedigno de lo que hay en él de los otros. El libro es entonces como un álbum fotográfico, en el que se nos muestran escenas de lo que podría ser cotidiano con un ojo que revela los contrastes de la vida. No la belleza, pues sería un cliché, sino la intimidad del alma. Y al final, cuando el libro se cierra, sabemos que esas fotografías eran Polaroids, que se difuminarán en el tiempo como sucede con la memoria, hasta formar parte de una mitología personal que no podía caber en la fotografía hasta que no se borrara. La diferencia es que el texto queda para volver a leerse y refinar, cuantas veces quiera uno, aspectos de esa memoria, de esa mitología.